La herencia de un gobierno fallido (2019 - 2023), el rol de Cristina y el peronismo fracturado
Reconocer el aporte histórico de Cristina no implica suspender la crítica política; al contrario, exige ejercerla con la madurez de entender que ningún legado, por importante que sea, puede convertirse en excusa para inmovilizar a un movimiento que tiene la responsabilidad histórica de volver a conducir el destino nacional.
Sostener y fortalecer la gestión de Alberto Fernández no era un acto de disciplina menor, era la condición estratégica indispensable para llegar competitivos a una reelección y evitar el retroceso histórico que hoy padecemos. Es raro estar aclarando esto, pero en cualquier proyecto nacional, la estabilidad del gobierno en ejercicio es la plataforma desde la cual se construye continuidad política para plantear el cúmulo de batallas que restan por dar. Minar desde dentro a ese gobierno —debilitar su autoridad, exponer públicamente sus contradicciones, erosionar su legitimidad— sólo podía conducir a lo que finalmente ocurrió; entregar el rumbo del país a una fuerza cuyo proyecto de demolición no registra antecedentes en nuestra historia democrática. Algo similar ya había ocurrido en 2015, cuando Cristina habilitó —y en algunos casos promovió explícitamente— una campaña de erosión hacia Daniel Scioli, el propio candidato presidencial del espacio peronista. El ninguneo bajo el lema “El candidato es el proyecto”. En lugar de fortalecerlo para enfrentar una elección extremadamente competitiva, se lo sometió a una desconfianza sistemática, a señales ambiguas desde la conducción y a un trato político que lo debilitó ante la sociedad, en plena campaña electoral.
En Cristina, a esta altura y a la luz de los hechos, se vuelve evidente una lógica peligrosa: la preferencia por perder antes que aceptar una conducción que no controle plenamente.
En ese sentido, la famosa predicción de Cristina sobre una “elección de tres tercios” para el 2023 no fue una intuición brillante ni una lectura visionaria, fue simplemente la constatación del daño ya provocado. Era, más que un pronóstico político, un inventario de las fracturas internas que ella misma había contribuido a abrir. Aunque Cristina no es la única responsable; en alguna medida, todos lo somos. Gobernadores, intendentes, diputados, senadores, dirigentes nacionales y provinciales que miraron para otro lado, que no intervinieron a tiempo o que eligieron preservar sus pequeñas parcelas antes que ordenar el conjunto. Pero en la figura de CFK, por su gravitación, se identifica el drama político que importa la ausencia de conducción nacional.
Un diseño político condenado a la fragilidad
Poner un presidente con acuerdo tácito del establishment tiene consecuencias previsibles. El gobierno 2019–2023 nació débil porque fue diseñado desde esa lógica. Cristina eligió a Alberto Fernández con un criterio exclusivamente personal, sin integrar a los actores centrales del peronismo en la decisión ni construir una base política sólida para sostenerlo. Ese origen, sostenido más en un cálculo defensivo que en una estrategia de poder político y popular, determinó un gobierno que dependía más del equilibrio interno que de un proyecto claro, y esa fragilidad terminó marcando todo su recorrido. El mérito de esa jugada fue la eficacia para impedir la reelección de Macri, pero desde el primer día operó una lógica invertida; el poder formal del gobierno estaba en la Casa Rosada, pero la voz del poder real residía en el Instituto Patria. A esa anomalía se le sumó la intervención permanente de Cristina —silencio durante la Pandemia cuando Alberto contaba con acompañamiento, apoyos selectivos, críticas públicas, presiones internas, renuncias inducidas, cambios repentinos de gabinete—, un doble comando que vació de autoridad al Presidente que ella misma había ungido y que terminó generando la sensación de que el gobierno no resolvía nada, no administraba sus tensiones ni su propio elenco. Y no se trata de salvar la figura de Alberto Fernández, que tal vez nunca estuvo plenamente preparado para la investidura presidencial, sino de entender que su fragilidad individual no explica por sí sola el colapso. Sólo alguien dispuesto a renunciar al análisis político puede sostener que la crisis del peronismo y la llegada de Milei se explican por la tesis simplista de que “Alberto no le hacía caso a Cristina”.
Sin embargo, sumado a ese marco defectuoso, el gobierno debió navegar condiciones extraordinarias: una pandemia que obligó a paralizar la economía mundial, una sequía histórica que devoró miles de millones de dólares de las arcas del Estado y una guerra en Ucrania que disparó los precios internacionales de energía y alimentos.
Estas son variables indispensables a la hora de evaluar con honestidad el gobierno de Alberto Fernández; sin integrarlas al análisis —la fragilidad de origen, el doble comando, la interna permanente, las operaciones internas, los factores externos, la falta de autocrítica y la distorsión deliberada del relato— cualquier juicio queda incompleto y, peor aún, funcional a las simplificaciones que hoy impiden comprender el verdadero proceso político que atraviesa el peronismo.
Virtudes que merecían ser defendidas
Las dificultades y la fragilidad de origen no impidió que el gobierno desarrollara políticas públicas de enorme valor para los sectores populares, políticas que jamás fueron defendidas ni por el propio oficialismo ni por la militancia K que eligió repetir el libreto que se bajó de debilidad y desobediencia. Pero aun en medio de una pandemia histórica, el gobierno sostuvo los pilares sociales y productivos del país con una coherencia pocas veces reconocida. Y a los hechos nos remitimos: Sostuvo la AUH y el Progresar, ampliando derechos para jóvenes y sectores vulnerables; defendió la política exterior bajo la mejor tradición tercerista peronista, alineada con la integración regional y la autonomía estratégica; fortaleció la política de Defensa, aumentó el financiamiento de las Fuerzas Armadas, reactivó proyectos estratégicos y recuperó capacidades materiales (el FONDEF es uno de los hitos más valorados por los especialistas); implementó el ATP, los REPRO y el IFE, que evitaron el cierre masivo de empresas y protegieron cientos de miles de empleos; no vació la universidad pública ni los hospitales, sostuvo programas de discapacidad y mantuvo el sistema científico-tecnológico vivo; gestionó la pandemia con resultados reconocidos internacionalmente y llevó adelante una campaña de vacunación monumental, que evocó la escuela sanitarista de Ramón Carrillo; impulsó obra pública en todo el país, con kilómetros de autovías, rutas, viviendas e infraestructura social; mantuvo las paritarias a los laburantes y devolvió capacidad de compra a millones de argentinos, además de políticas de consumo como compras sin IVA para los sectores populares. Por eso, fue intelectualmente deshonesto y políticamente suicida instalar el falso relato de que el gobierno de Alberto Fernández había generado “la peor crisis económica de la historia” sólo para desmarcarse y preservar capital político propio. Esa maniobra no sólo distorsionó la realidad, también señaló al electorado la supuesta “necesidad de un cambio” y le entregó en bandeja a Milei el argumento de la “pesada herencia”.
El anuncio de Alberto Fernández sobre el ingreso de la Argentina a los BRICS representó uno de los hechos políticos más relevantes de la etapa, porque implicó acceder a un bloque que reúne a economías emergentes clave, abrir la puerta a nuevas fuentes de financiamiento e inversión, diversificar alianzas estratégicas y reducir la dependencia del dólar en el comercio exterior. Para un país asfixiado por la restricción externa y el creciente proceso inflacionario, significaba ampliar márgenes de autonomía y proyectarse en un mundo multipolar que ya es una realidad. Fue, en síntesis, una decisión de Estado de enorme valor estratégico, que colocaba a la Argentina en un tablero global donde podía negociar con mayor dignidad y con más herramientas que las ofrecidas por el esquema tradicional dominado por Estados Unidos y el FMI. Cristina no sumó palabra alguna al respecto.
Contrafáctico, pero mejor que Macri y Milei
Así como el “problema” de Daniel Scioli, si hubiese llegado a la Presidencia en 2015, habría sido encarar una etapa de redistribución del ingreso, propio de un desarrollista clásico en aquel esquema; si el próximo presidente era Sergio Massa en 2023, la Argentina tenía una posibilidad concreta de iniciar un ciclo de crecimiento sostenido. La política energética que se venía consolidando —con Vaca Muerta en expansión, el Gasoducto Néstor Kirchner aumentando la capacidad de transporte, mayor producción de gas nacional, sustitución de importaciones y la perspectiva de exportaciones crecientes— constituía una base excepcional para mejorar la balanza comercial, fortalecer las reservas y estabilizar la macroeconomía. Con ese piso, un gobierno del mismo signo político hubiera contado con una plataforma real para ordenar la economía y encarar un sendero de desarrollo. En ese contexto, la Argentina estaba efectivamente lista para crecer.
Estas virtudes y esa potencialidad fueron ocultadas detrás de un discurso interno que insistió hasta el cansancio en que el gobierno era “el peor de la historia”, narrativa que terminó siendo funcional a la oposición, devastadora y desmoralizante para la identidad del propio peronismo. El gobierno de Alberto Fernández debería ser recordado —objetivamente— como una etapa que, aun con sus limitaciones, ofreció condiciones materiales muy superiores a las que hoy padecemos. Sin embargo, lo que quedó instalado en la psiquis colectiva es la idea delirante de que fue “el peor gobierno de la historia democrática”. Esa distorsión terminó neutralizando cualquier lectura equilibrada de aquel período.
FMI, Guzmán, Ginés y Verbitsky
La dirigencia kirchnerista reclamaba, sin una estrategia consistente detrás, que el Presidente desconociera la deuda con el FMI, que la declarara ilegítima o que adoptara decisiones incompatibles con la estabilidad macroeconómica. Al mismo tiempo, exigía cambios de gabinete a su conveniencia, como si el Ejecutivo fuera una pieza más dentro de una interna política en disputa. Uno de los episodios más ilustrativos fue el continuo desgaste y la salida forzada de Martín Guzmán, un ministro de Economía razonable para la etapa, que estaba llevando adelante negociaciones complejas, pero que fue empujado a renunciar por el fuego amigo antes de poder consolidar una política económica coherente.
Lo más llamativo es que nunca se ofreció una explicación seria sobre las implicancias reales de desconocer la deuda; qué significaba entrar en un default automático, cómo se sostendría el crédito internacional, qué costos tendría para la economía argentina y sobre todo para los sectores populares. Mientras tanto, quienes reclamaban demagógicamente una especie de “justicia poética” frente a la deuda con el FMI omitían un dato elemental: Ese endeudamiento lo contrajo un gobierno democrático, el de Macri, y sin resistencia parlamentaria efectiva del peronismo. Y conviene recordar un detalle que suele barrerse bajo la alfombra; cuando se discutían estos temas, la presidencia de la bancada del peronismo en Diputados en 2018 era de Agustin Rossi y en 2019 estaba en manos de Máximo Kirchner por el Frente de Todos.
A ese cuadro se sumó la reacción moralista y políticamente torpe frente al episodio del llamado “vacunatorio VIP”, una infame y canalla operación que llevó la firma de Horacio Verbitsky, histórico vocero del kirchnerismo. Ese movimiento, lejos de resolverse con prudencia política, derivó en un gesto tan apresurado como injusto, como fue la expulsión de Ginés González García, uno de los ministros de Salud más experimentados y decisivos del país, al cual todos deberíamos recordar con agradecimiento, ya que la gran mayoría de las víctimas del Covid 18 fallecieron en una cama de hospital. Ginés fue el arquitecto central de la estrategia sanitaria demonizada que evitó el colapso hospitalario durante la pandemia, convalidando un episodio desmedido que la oposición explotó sin esfuerzo. Otra vez, fuego amigo.
Así las cosas, el kirchnerismo sostiene aún hoy, con un extraño pudor retroactivo, que el gobierno de 2019–2023 “no era kirchnerista”. Pero claro que lo era. Fue kirchnerista en su origen —porque la fórmula fue decidida por Cristina y no por una mesa política—, kirchnerista en su arquitectura de poder —porque los principales resortes de presión, decisión y veto operaron desde ese espacio—, kirchnerista por sus funcionarios y Ministros, y kirchnerista por su destino —porque todo fracaso recae, inevitablemente, sobre la jefatura que había diseñado el experimento, aunque esto esté hábilmente disimulado bajo la perversa lógica de la “infalibilidad de la líder”.
La Patria es el otro, la culpa también
Sin exageraciones, la falta de una explicación seria y honesta sobre ese período es una vacío político encapsulado de proporciones históricas que aún cuesta dimensionar. No hubo una sola exposición clara ante el pueblo, una sola línea que dijera: “esto lo hicimos mal”; ni una admisión del costo de dinamitar desde dentro a un gobierno que necesitaba cohesión para atravesar una crisis global y doméstica simultánea. La sociedad no puede reponer la confianza en un espacio que no le rinde cuentas, que no le habla de lo que pasó, que rehúye a cualquier responsabilidad, que no explica porqué su salario se deterioró y prefiere construir un culpable único para seguir indemne. Esa operación, la de convertir a Alberto en el depositario exclusivo de todos los errores, dificulta cualquier posibilidad de reconstruir una alternativa nacional en nombre del peronismo.
La sociedad, como cualquier colectivo político o cualquier individuo, necesita comprender para volver a confiar. Y esa confianza no se reconstruye con negaciones, silencios y señalamientos. Se reconstruye únicamente cuando una dirigencia madura se planta ante el pueblo y dice: “esto falló, esto fue responsabilidad nuestra, aprendimos y por eso proponemos algo mejor”. El kirchnerismo eligió el camino contrario, el de no explicar, no asumir, no esclarecer. Y esa elección política —no el error táctico de un día, sino una conducta persistente— es lo que hoy se paga con una pérdida profunda de credibilidad, de representatividad y de capacidad para liderar una alternativa nacional.
Parálisis y fracturas
Cristina, con sus aciertos y errores fue, junto al Flaco Kirchner, la figura política más gravitante del siglo XXI argentino, y sus gobiernos, los mejores que el pueblo supo darse después de los de Perón. Su infame proscripción, no sólo encarna una ofensiva judicial y política del bloque de poder económico real que ha quebrado el pacto democrático en Argentina; también actúa, en los hechos, y como efecto secundario, como un mecanismo de congelamiento del proceso histórico del campo nacional-popular. No se trata solo de excluir a una dirigente de peso; se busca anclar al peronismo en un tiempo clausurado sin saldar sus contradicciones, sin actualizar sus representaciones, sin reconfigurar su estrategia. En lugar de propiciar una discusión fecunda sobre liderazgos, organización y rumbo, el movimiento es arrastrado hacia un estado defensivo, identitario, que inhibe la síntesis y la renovación. El resultado es una política paralizada, atrapada entre la nostalgia y el cerco moral externo, incapaz de asumir críticamente su propio ciclo para proyectar una nueva mayoría histórica.
En ese sentido, la discusión principal no es “Cristina libre o nada sin Cristina”, aunque en el campo popular todos deseemos que cese su persecución y recupere plenamente sus derechos civiles y su libertad. El verdadero debate es otro: cómo reconstruir una política de mayorías capaz de devolver al bando nacional al gobierno y conducir los destinos del país antes de que nuestra comunidad sea destruida por completo. La libertad de Cristina es un reclamo justo, pero no puede eclipsar la tarea estratégica; reorganizar al campo nacional y popular, superar las fracturas, ampliar sus bases, recuperar representación social y ofrecer un horizonte de estabilidad y desarrollo que convoque a las mayorías. Porque si el campo nacional no reconstruye su inteligencia estratégica, si no rehace su vínculo con los sectores populares, si no recupera la calle política, si no ordena un programa y una nueva síntesis que aprenda de sus límites, la proscripción será apenas la excusa perfecta para ocultar las propias debilidades.
La interna
En la interna bonaerense a cielo abierto se juega un dilema central: la resistencia de Cristina, con La Cámpora como guardia pretoriana y Máximo como albacea político, a reconocer que Axel Kicillof, o cualquier otro dirigente fuera del linaje, pueda ejercer la legitimidad histórica de enfrentar al proyecto liberal-libertario de Milei. Esa es la médula del conflicto. Como si fuera poco, a todo esto debe sumarse el vaciamiento deliberado de recursos del gobierno nacional hacia la provincia de Buenos Aires, una maniobra que intenta empujar al territorio más populoso del país a un desborde social con el objetivo de desgastar la gestión para quedarse con ese bastión, históricamente peronista. En ese sentido, el cálculo mezquino de Cristina no sólo agrava la fragilidad del propio gobierno de Kicillof, también compromete la estabilidad de millones de bonaerenses y profundiza la fractura dentro del peronismo, mostrando hasta qué punto la manía por no perder centralidad prevalece por sobre la responsabilidad institucional.
Y hay algo que no cierra. Cristina acompañó con su bendición a Scioli, a Alberto y a Massa. A todos les confió la representación nacional. Pero con Axel, que ganó dos veces en la provincia más difícil del país, y que resiste sin recursos el ajuste salvaje de Milei, que afecta a 17 millones de personas, le hace la vida imposible y lo pretende destruir.
En síntesis, es evidente que el emerger de Axel Kicillov representa un inconveniente político y simbólico para Cristina, porque significa quedar expuesta por el quiebre estratégico que implica el surgimiento de una conducción nueva, legítima y con proyección nacional hacia 2027, por fuera del apellido y el dedo. Para La Cámpora igual, porque supone la inminente pérdida de las cajas, del relato que los contiene y el control del aparato en el AMBA. Cristina nunca toleró la autonomía crítica y real de ningún espacio que no fuera al pie, que no pudiera controlar enteramente, que no fuera estrictamente obsecuente. Prefiere cuadros que acaten, que esperen la señal, que no alteren su movida. Y en ese sentido Kicillof no rompió, no traicionó, no se fue; simplemente, dejó de pedir permiso porque ya cuenta con legitimación popular. Y eso, en la lógica del verticalismo hereditario, es imperdonable.
Finalizando, el Papa Francisco lo expresó con precisión: “el tiempo es superior al espacio”. Pero para La Cámpora y Cristina, la política parece haberse reducido a la ocupación del espacio antes que a la construcción de procesos. Desde hace más de una década, su práctica se volvió una maquinaria de armado de listas, rosca interminable, obstrucción sistemática, desgaste y deslealtades a los mejores compañeros. Por sus graves errores en la conducción y porque el enemigo juega, Cristina no tiene hoy un proyecto nacional para el país; es evidente que su práctica política se ha concentrado en custodiar la simbología de “la década ganada” y preservar lo que le queda de poder en el AMBA, convertido en su último bastión de influencia. Aferrados al aparato y al relato como si fuera un botín, incapaces de soltarlo, quedan confinados a administrar pequeños territorios de poder sin horizonte estratégico. Con esa lógica, el daño es inevitable, porque quien sólo pelea por espacios chicos renuncia, por definición, a construir procesos en los tiempos largos del pueblo.
* El autor es Abogado. Pte. de la Comisión de Desarrollo Cultural e Histórico ARTURO JAURETCHE de la Ciudad de Río Cuarto, Cba.