De Martínez de Hoz a Milei (la ofensiva anti-trabajadores)
Lenguaje y demagogia
Uno de los rasgos más característicos de la ofensiva liberal contemporánea es la utilización demagógica del lenguaje como herramienta de inversión moral y política. Bajo consignas como la “industria del juicio”, el discurso liberal busca presentar al empleador como víctima de un sistema jurídico hostil, ocultando deliberadamente que la relación laboral es estructuralmente desigual y que el Derecho del Trabajo existe precisamente para corregir esa asimetría. En la disputa por el sentido para el caso del mundo del trabajo, el objetivo es invertir simbólica y jurídicamente la relación laboral, desplazando la figura del trabajador como sujeto de derechos y construyéndolo como un actor parasitario, responsable del supuesto “costo” que pesa sobre el empresario y que frena la productividad. Esta operación pretende eliminar toda referencia a la desigualdad real y reemplazarla por una ficción de individuos libres y equivalentes que negocian en igualdad de condiciones.
En ese marco, bajo la consigna abstracta de la “libertad”, Javier Milei inició su recorrido negando los pilares mismos del constitucionalismo social argentino. Primero, calificando a la justicia social como una aberración; luego, demonizando al Estado en bloque y presentándolo como una entidad opresiva que debe ser destruida. Sin embargo, esa prédica anti estatal es siempre selectiva y funcional para el liberalismo; no se dirige contra el Estado corporativo que garantiza negocios concentrados, fuga de capitales, evasión fiscal, captura regulatoria y la posibilidad de volver pública la deuda privada, sino exclusivamente contra el Estado Social, el único que introduce límites al poder económico y protege a los sectores subordinados, para quedarse con sus regalías.
Arturo Jauretche llamó a estas operaciones “zonceras”. Ideas repetidas hasta convertirse en verdad social, aun cuando contradicen la experiencia histórica del país o vulnere necesidades vitales de nuestra gente. La “Modernización Laboral” es una zoncera jurídica de nuevo tipo; se presenta como técnica, pero responde a un programa ideológico clásico, antiguo, profundamente antipopular, que concibe al trabajo organizado como un enemigo a disciplinar.
La lógica que subyace a este proyecto no es neutral ni simétrica. A mayor concentración de riqueza, mayor desigualdad estructural. La desregulación laboral y el debilitamiento deliberado de las garantías del trabajo no producen beneficio ni previsibilidad, sino que habilita una transferencia sistemática de recursos desde abajo hacia arriba. Cada derecho recortado, diferido o vaciado —sea en materia salarial, indemnizatoria, de jornada o de descanso— implica una redistribución regresiva del ingreso, en la que el riesgo económico es desplazado desde el capital hacia el trabajador. En ese esquema, el trabajador pierde estabilidad, previsibilidad y protección, mientras el empleador gana flexibilidad, reducción de costos, capacidad programática y de disciplinamiento. La llamada “modernización laboral”, entonces, no genera eficiencia social ni productiva, sino que consolida un orden más concentrado, más desigual y más dependiente, en el que el trabajo deja de ser un factor de integración para convertirse en una variable sacrificable al servicio de la acumulación.
Historia larga del ataque al trabajo argentino
La llamada “Modernización Laboral” no puede ser comprendida como un debate aislado sobre productividad, competitividad o costos laborales, inscripta en el tiempo político de este gobierno. Su verdadera naturaleza emerge cuando se la inscribe en una secuencia histórica larga, que comienza con el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 y atraviesa, con distintos ritmos y modalidades, los últimos cincuenta años de la vida nacional. Entonces, no estamos ante una novedad, estamos ante una fase final, explícita y sin mediaciones, de un proceso de demolición nacional, donde el trabajo organizado es la última barrera de resistencia.
Por eso, este uso demagógico del lenguaje no es novedoso en la historia argentina, sino que constituye una constante del liberalismo local cada vez que intentó avanzar sobre el trabajo y el Estado social. Martínez de Hoz, en 1976, habló de “normalización económica” mientras destruía el aparato industrial y desarticulaba al movimiento obrero bajo un régimen de terror; durante los años noventa, el menemismo desplegó una utilización sofisticada y eficaz del lenguaje político para legitimar un programa profundamente regresivo en materia laboral y social. Bajo consignas como “modernización”, “flexibilización”, “revolución productiva” e “ingreso al Primer Mundo”, las reformas antiobreras fueron presentadas como una adaptación inevitable al progreso. La precarización del empleo, la flexibilización laboral y el debilitamiento de la negociación colectiva se justificaron en nombre de la competitividad y la eficiencia, transformando derechos conquistados en supuestos privilegios anacrónicos que impedían el crecimiento.
Durante el gobierno de Mauricio Macri, el intento de reforma laboral fue presentado bajo una retórica cuidadosamente despolitizada y tecnocrática, centrada en las nociones de “modernización”, “creación de empleo”, “formalización” y combate contra la denominada “industria del juicio”. El discurso oficial sostuvo que el principal obstáculo para generar trabajo no era la estructura económica ni la concentración del capital, lógico, sino un exceso de derechos laborales, una legislación “rígida” y un sistema judicial supuestamente capturado por abogados laboralistas y trabajadores expertos litigantes. De ese modo, el trabajador volvió a ser presentado como riesgo jurídico y el empleador como víctima de un sistema adverso. En esa avanzada, el resultado fue doble. Por un lado, Macri no consiguió desmontar el estatuto laboral como sistema, pero por otro logró instalar culturalmente el núcleo del discurso liberal. La idea de que el Derecho del Trabajo es un obstáculo para el empleo y la inversión, y que la protección jurídica genera abuso. Ese legado discursivo es fundamental para entender el presente.
La reforma libertaria y el cierre de la ventana política. La CGT en la calle.
Javier Milei no parte de una hoja en blanco. Hereda una narrativa largamente construida y la radicaliza, prescindiendo de mediaciones, sin pactos sociales y sin el trabajo previo de construcción de consensos. El fin de año de 2025 no sólo condensó tensiones económicas y sociales propias del calendario argentino, sino que funciona como preludio del tercer año de gestión, históricamente el más complejo para cualquier mandato: se agota el crédito inicial, emergen los costos reales de las políticas aplicadas y se intensifica el conflicto social. Se trata de una apuesta evidente de alto riesgo, que el propio gobierno parece haber calibrado. No es casual, en ese sentido, la decisión de posponer el debate parlamentario de la reforma laboral hasta febrero de 2026. El corrimiento del calendario legislativo revela que la ofensiva contra el trabajo no carece de cálculo político; el Ejecutivo reconoce el nivel de conflictividad que la reforma despierta y eligió ganar tiempo, descomprimir tensiones de fin de año y reordenar fuerzas antes de ingresar plenamente en el tercer año de gestión.
Frente a la embestida liberal impulsada por Javier Milei que apunta a desarticular el estatuto constitucional del trabajo y a invertir de manera permanente la relación entre capital y trabajo, reapareció la CGT con una gran movilización previo a la Navidad. No como un gesto testimonial ni como una reacción tardía, sino como la expresión organizada de un límite histórico. En un contexto donde el poder económico busca avanzar sin mediaciones, debilitando derechos de los laburantes, fragmentando la protección laboral y naturalizando la desigualdad, la central obrera vuelve a ocupar el lugar que le asigna la historia argentina: el de barrera colectiva frente a la ofensiva liberal. La presencia de la CGT no debe leerse únicamente como una defensa sectorial de intereses gremiales, sino como un hecho político de mayor alcance. Cabe aclarar que desde la asunción de Javier Milei, la CGT convocó tres paros generales nacionales (enero y mayo de 2024, y abril de 2025) y encabezó múltiples movilizaciones masivas, incluida la primera huelga general a solo 45 días de iniciado el mandato.
Thatcher, Reagan y el ataque al sindicalismo
Todo adquiere mayor coherencia cuando el análisis se desplaza del plano coyuntural al marco histórico y geopolítico que lo explica. Sin incorporar esa dimensión, los ataques al sindicalismo, al trabajo organizado y al Estado social aparecen como una zaña doméstica; al integrarla, revelan su verdadera naturaleza como parte de una estrategia secuencial de largo plazo.
La ofensiva contra el sindicalismo en la Argentina y en América Latina no es un fenómeno local ni reciente, forma parte de un reordenamiento global del capitalismo iniciado a mediados de los años setenta, tras la crisis del petróleo de 1973 y la consecuente caída de la tasa de ganancia en las economías centrales. Ese punto de inflexión marcó el agotamiento del pacto social de posguerra y dio lugar a una estrategia internacional para occidente destinada a disciplinar al trabajo organizado, reducir salarios, debilitar derechos colectivos y restaurar la rentabilidad del capital. La llegada de Margaret Thatcher al gobierno británico en 1979 y de Ronald Reagan a la presidencia de Estados Unidos en 1981 cristalizó políticamente ese giro. Ambos impulsaron una agenda explícita de confrontación con los sindicatos, entendidos ya no como actores sociales legítimos, sino como obstáculos estructurales para la acumulación.
El ataque al sindicato de mineros británicos (1984–1985) con Thatcher y la destrucción del sindicato de controladores aéreos estadounidenses (PATCO) por Reagan en 1981 no fueron episodios aislados, sino mensajes estratégicos al mundo. Desde entonces, el debilitamiento del sindicalismo pasó a ser una condición necesaria del nuevo orden económico, acompañado por desregulación financiera, apertura comercial y privatización de activos públicos. Así, el neoliberalismo no irrumpe de manera espontánea ni desordenada; tiene un preludio histórico preciso. Tras la crisis del petróleo y el reordenamiento geopolítico encabezado por las potencias centrales a fines de los años setenta, América Latina —y en particular la Argentina— se convirtió en un territorio de experimentación privilegiado de ese nuevo paradigma. Y allí, la derrota en la guerra de Malvinas marcó un punto de inflexión decisivo; debilitó la autonomía estratégica del país y facilitó la imposición de un programa económico orientado a la apertura irrestricta, la desindustrialización y la subordinación financiera como parte del nuevo pacto democrático. Ese proceso no se agotó con la dictadura, sino que continuó y se profundizó en democracia, a través de reformas estructurales, privatizaciones y reconfiguraciones institucionales que consolidaron el nuevo orden económico, al mismo tiempo que erosionaron las bases materiales del trabajo organizado y del Estado social hasta nuestros días.
Marketing, RR.HH. y la despolitización del trabajo
Ese reordenamiento global también se expresó —de manera menos visible pero no menos eficaz— en el plano cultural y formativo, en el marco del “ingreso al primer mundo” para la Argentina. Durante el ciclo menemista, al mismo tiempo que se avanzaba en la desindustrialización y la flexibilización del trabajo, se produjo una expansión masiva de universidades privadas y de carreras de fácil acceso, corta duración y rápida salida laboral: Marketing, Diseño, Recursos Humanos, Comunicación, Management. No fue un fenómeno neutro ni espontáneo, fue la traducción local de un nuevo orden mundial que ya no pretendía trabajadores organizados para un país industrial, sino individuos adaptables, gestionables y desanclados de identidades colectivas para el libre mercado.
En ese marco, lo que se transformó no fue solo el mercado de trabajo, sino su lenguaje. Allí donde históricamente se hablaba de relaciones laborales —es decir, de conflicto, de derechos colectivos y de poder asimétrico— comenzó a imponerse la gramática de los “recursos humanos”. No se derogó formalmente la figura del delegado ni se prohibió el sindicato, se los desplazó funcionalmente. El vínculo entre capital y trabajo dejó de leerse como una relación estructuralmente desigual que requiere tutela colectiva, y pasó a presentarse como una gestión individual del desempeño, del clima y del “talento”, administrada por áreas creadas y controladas por la patronal.
Ese corrimiento operó como una pedagogía cotidiana. Donde antes la mediación natural era la comisión interna y el delegado de base, la empresa buscó que el conflicto se procesara como un “caso” ante el área de Recursos Humanos. Donde antes el piso era el convenio colectivo por actividad, se empujó a que el “verdadero derecho” se jugara dentro de la empresa, con reglas propias y menor densidad colectiva. Así, sin necesidad de prohibiciones explícitas, se fue desarmando el mundo simbólico del trabajo organizado, reemplazándolo por una lógica de administración interna funcional a la fragmentación y al disciplinamiento.
Este proceso no fue un desvío cultural, sino una pieza clave del proyecto neoliberal; debilitar al sujeto colectivo del trabajo no solo en la fábrica, sino también en la formación, en el sentido común y en la identidad social. La actual ofensiva contra el sindicalismo y la reforma laboral en el nombre de la “modernización”, retoman exactamente esa tradición y esa acumulación, ahora sin eufemismos: completar, por vía normativa, una transformación que comenzó hace décadas en el plano cultural y organizacional.
Es por eso que el ataque al sindicalismo argentino no puede leerse como una disputa sectorial ni como un problema de “burocracias locales”, sino como la expresión periférica de un conflicto global que se viene impulsando desde hace décadas. El movimiento obrero organizado, por su densidad histórica y su capacidad de incidir en la política nacional, se convirtió en un objetivo prioritario para quienes buscaban reinsertar al país en una división internacional del trabajo subordinada. La actual reforma laboral retoma esa tradición; no inaugura el pleito, sino que lo reactualiza, intentando completar —por vía legislativa, jurídica y cultural— una tarea que comenzó hace casi cincuenta años, cuando el capital global decidió que el sindicalismo debía dejar de ser un actor político para convertirse en una reliquia del pasado.
La normalización jurídica de la precariedad
Si bien las reformas en el mundo del trabajo se vienen sucediendo de hecho, al ritmo de la desindustrialización, del avance del mundo financiero y la consecuente destrucción del tejido social, la reforma laboral actual propone un cambio de paradigma: el trabajo deja de ser un derecho social protegido y pasa a ser un factor productivo flexible; el trabajador deja de ser un sujeto de tutela y se convierte en una variable de ajuste; los derechos laborales dejan de ser garantías y pasan a ser costos a administrar, diferir o negociar. No se trata de una adaptación técnica al siglo XXI, sino de una inversión conceptual completa de la relación laboral, tal como era un siglo atrás.
Esta inversión no se presenta de manera frontal, no se derogan derechos en bloque, se los vacía funcionalmente. La jornada limitada sigue existiendo, pero se elimina su retribución efectiva mediante bancos de horas; la indemnización subsiste, pero se reduce, se promedia, se fragmenta o se sustituye por fondos; el descanso anual se mantiene, pero se vuelve disponible y fraccionable; la protección contra el despido no desaparece, pero se posterga, se licúa o se negocia bajo coerción económica. Es una técnica más sofisticada —y más peligrosa— que la derogación abierta; el derecho permanece como nombre, pero pierde eficacia real.
Imaginemos el efecto de esta reforma laboral si se aprueba en el contexto real de la Argentina actual. Un país donde el propio gobierno impulsa la destrucción de la industria nacional, donde no existen políticas activas de estímulo a la producción, donde el aperturismo indiscriminado de importaciones asfixia a las pymes, destruye el empleo y presiona a la baja los salarios, donde los ingresos de los trabajadores están virtualmente paralizados y donde persiste un proceso inflacionario que licúa el poder adquisitivo mes a mes. En ese escenario, una reforma que debilite la protección laboral no creará empleo ni mejorará la competitividad sistémica; más bien, abarata el despido, fragmenta trayectorias laborales y traslada el riesgo económico del capital al trabajador. El resultado no es más inversión productiva, sino mayor precarización, caída del salario real, rotación permanente de la fuerza de trabajo y debilitamiento del mercado interno, profundizando un círculo regresivo que erosiona la cohesión social y deteriora las capacidades productivas del país.
La organización vence al tiempo. El ataque por izquierda a la CGT
Dicho sin rodeos; la defensa del movimiento obrero organizado no es una consigna nostálgica ni una demanda corporativa; es una condición de posibilidad para cualquier proyecto nacional con vocación de soberanía, justicia social y democracia real. La reforma laboral en debate no busca corregir desajustes ni modernizar la producción, apunta a terminar de quebrar al sujeto histórico que, con sus límites y contradicciones, fue el principal límite al poder económico en la Argentina. Frente a ese intento, la CGT —aun desgastada, aún fragmentada— sigue encarnando una continuidad histórica que no pudo ser extinguida ni por la agenda global, ni por la dictadura, ni por el neoliberalismo de los ’90, ni por las restauraciones conservadoras posteriores. Más cerca en el tiempo, la CGT continuó siendo un blanco sistemático, incluso por parte de sectores que se autodefinen como populares pero que nunca lograron comprender que sin organización obrera no hay democracia social efectiva ni proyecto político con capacidad de perdurar. Un progresismo de matriz cultural —todavía dominante en ciertos espacios— que adopta acríticamente el relato de la “burocracia sindical” como explicación totalizante, sin advertir que esa narrativa, lejos de ser emancipadora, funciona como un dispositivo de deslegitimación del único actor colectivo con capacidad real para disputar poder y establecer límites al capital.
Durante el ciclo kirchnerista, el Movimiento Obrero fue incorporado principalmente como soporte electoral, pero rara vez reconocido como actor político autónomo, con capacidad propia de deliberación, iniciativa y poder. Esa tensión —latente desde el inicio— se volvió ruptura tras la muerte de Néstor Kirchner. A diferencia de la tradición peronista clásica, en la que el vínculo entre conducción política y organización sindical era cotidiano, orgánico y estratégico, la relación pasó a ser esporádica, instrumental y crecientemente desconfiada. La central obrera dejó de ser un espacio de construcción política para convertirse, en el mejor de los casos, en un aliado circunstancial; en el peor, en un problema a administrar. Ese desplazamiento no fue menor; al desactivar al movimiento obrero como columna vertebral del proyecto, se debilitó la base social capaz de sostener, defender y profundizar las transformaciones impulsadas desde el Estado. Uno de los errores estratégicos más profundos del kirchnerismo fue redefinir el sujeto político central, desplazando a la clase trabajadora organizada —eje histórico del peronismo— y colocando en su lugar a “la juventud” como categoría política privilegiada. No se trata de negar el valor generacional ni la dinámica de la participación juvenil, sino de advertir que el peronismo histórico nunca confundió recambio etario con sujeto social. Para Perón, el sujeto político no era una franja etaria sino una posición en la estructura productiva; los trabajadores como clase, organizados colectivamente. Al desanclar la construcción política del mundo del trabajo y de sus organizaciones reales, se debilitó la base material del proyecto y se sustituyó poder social por representación simbólica. Esa inversión terminó mostrando su límite cuando faltó fuerza organizada para defender las conquistas frente a la restauración conservadora. De hecho, la arquitectura material y política de la llamada “década ganada” fue desarticulada en apenas seis meses por el gobierno de Mauricio Macri. Esa velocidad no se explica solo por la ofensiva conservadora, sino por una debilidad de origen; la ausencia de un sujeto social organizado con capacidad real de resistencia.
La vuelta a los objetivos nacionales
Cada vez que la clase trabajadora fue apartada de la mesa donde se definen las decisiones estratégicas del país, ese ciclo histórico terminó en fracaso y tragedia social. No es una hipótesis, es una constante de nuestra historia. A esta altura, volver a recorrer ese camino no es un error ingenuo, sino una irresponsabilidad que la Argentina no puede permitirse repetir. La tarea que se impone no es exigir gestos heroicos a estructuras debilitadas, sino reconstruir desde abajo la densidad social, política y organizativa de la clase trabajadora, porque allí reside la única fuerza capaz de poner freno a la demolición en curso. No hay salida individual, no hay atajo institucional, no hay Nación posible sin trabajadores organizados. Detrás de la reforma laboral libertaria no hay una simple reingeniería normativa, sino un rediseño profundo del orden social. Al intervenir sobre el núcleo de la relación laboral, el proyecto busca desplazar definitivamente la correlación de fuerzas a favor del capital, debilitando al trabajo organizado como actor político y social. Esa ofensiva no actúa en soledad, se articula con un proceso de desindustrialización deliberada, que fragmenta al mundo del trabajo, reduce la densidad sindical y empuja la economía hacia actividades más precarias, tercerizadas y con menor capacidad de organización colectiva. El resultado no es la modernización, sino un país más desigual, menos democrático y con menor soberanía productiva.
Si se trata de defender a la Argentina, el camino es el inverso: elevar productividad e innovación fortaleciendo el trabajo, no erosionándolo; promover el desarrollo tecnológico con derechos, no contra ellos; y reconstruir un modelo de crecimiento basado en empleo de calidad, industria nacional y organizaciones sindicales fuertes, porque allí reside la base material de cualquier proyecto de desarrollo sustentable. La disputa que se abre no se reduce a salarios, convenios o cláusulas contractuales. Es una batalla por el sentido histórico del trabajo, por la dignidad de quienes producen la riqueza social y por la recuperación de un proyecto nacional que vuelva a reconocer a los trabajadores como sujeto político central, y no como una variable de ajuste. En ese conflicto se juega algo más profundo: si la Argentina conserva un horizonte de justicia social y soberanía, o consiente la disolución definitiva de su tradición democrática y popular.
* El autor es Abogado. Pte. de la Comisión de Desarrollo Cultural e Histórico ARTURO JAURETCHE de la Ciudad de Río Cuarto, Cba.