Soberanía: El síndrome de Gunga Din

Soberanía: El síndrome de Gunga Din

19 Noviembre 2011

Cuando yo era chico tenía tías jóvenes que me trataban con el cariño y la dedicación que suele darse al primer sobrino. De algún modo, ellas me introdujeron en la admiración del cine de aventuras de la época. Aquel en que los cowboys eran buenos y los indios malos. Así, me llevaron a ver varias veces la película Gunga Din. Se trataba de un  joven indio que daba la vida tocando el clarín para avisar a los ingleses que se acercaban los feroces enemigos que pretendían expulsar de la India a los europeos.

Yo era un niño, más ingenuo que hoy, y mis tías, adolescentes enamoradas de los artistas de Hollywood. Más tarde empecé a escuchar palabras como cipayo, o imperialismo. Otros niños de mi edad, que hoy son como yo sexagenarios, se siguen  emocionando con la heroica trompeta del joven, y la entrega de su vida por el británico Imperio.

Hace un año, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, convocó en la Vuelta de Obligado “a nuestros compatriotas a una nueva gesta. Despojar nuestras cabezas de las cadenas culturales que durante años nos han metido.” Es que el síndrome de Gunga Din sigue instalado en demasiados nativos.

También un año atrás, un historiador académico caracterizado por su repudio a e Yrigoyen y Perón, ironizaba sobre la recordación señalando que se festejaba una derrota. Para él, se equivocó Rosas al pelear a los invasores. Sólo acertó cuando apeló a la diplomacia. “Se llegó a un acuerdo muy honroso…, en el que … obtuvo lo que no pudo lograr en el campo de batalla. Celebremos pues el éxito pacífico de la diplomacia y no el fracaso de la guerra.” Pero guerra y diplomacia eran una unidad. Una guerra es siempre una calamidad, pero hay guerras inevitables, sobre todo cuando se nos vienen encima las dos primeras potencias de la época, ayudadas por cómplices nativos. De la crítica parece surgir la idea de que el Tirano, fracasó primero con los cañones, y eligió después la diplomacia. El conflicto con los imperios tuvo batallas y diplomacia. Era una guerra colonial. En las guerras coloniales se enfrentan un imperio con una colonia o con un país pequeño –en cuanto a su poderío-, y no son movidas por odios o rivalidades nacionales. El agresor busca una ganancia. Puede ser económica, puede buscarse el dominio de un punto de importancia estratégica, y también se puede buscar la fácil conquista de prestigio.

La batalla de Obligado fue la culminación de esa guerra. En ella se destacó el heroísmo de los guerreros argentinos. Pero las guerras contra las potencias no se ganan sólo con heroísmo. No menos necesaria es la conducción de un  estadista que, como Juan Manuel de Rosas, apoyado por su pueblo, condujo con firmeza y talento la guerra contra las dos potencias de su época.

Como decía en la Tribuna de doctrina el historiador de marras: había argentinos que tenían “opiniones diferentes sobre como organizar el país”, aunque es lamentable que quienes las tenían hubieran gestionado la invasión anglo francesa y, algunos disfrutaran del espectáculo de Obligado desde la borda de los barcos invasores. San Martín los llamó: americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar a su Patria.

Por eso refirman su valor las palabras de la presidenta: Estábamos cumpliendo “con una deuda histórica porque se ocultaron deliberadamente durante dos siglos luchas contra otros colonialismos que aún subsisten, por ejemplo las Malvinas.”

La guerra del Paraná, de la que Obligado fue una batalla entre los triunfos de Tonelero y Quebracho, terminó con el saludo a nuestra bandera por los cañones de las marinas francesa e inglesa.

No nos sorprende la preocupación por el nacionalismo patológico del crítico. Nos recuerda que Scalabrini Ortiz advertía acerca de lo peligroso del nacionalismo, pero del de las potencias imperiales. Es cierto que “nuestro actual gobierno puede hacer uso de él”. Y puede porque a contrapelo de las relaciones carnales con el Imperio de hoy, afirma la independencia basada en la unidad que soñaron San Martín y Bolívar, Artigas y Güemes, Rosas, y que no pudieron concretar Perón y Vargas a mediados del siglo pasado.