La importancia de regar cuando llueve

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La importancia de regar cuando llueve

12 Enero 2024

Hay un vecino en Almagro que riega sus plantas siempre que llueve. Que se entienda bien, no me refiero a que por una cruel coincidencia cada vez que lo hace se larga a llover de forma inesperada y sin anunciar. No. Lo que digo es que durante la lluvia, el tipo sale y cae en la redundancia de regar sus plantas gracias a un envase de plástico improvisado. Comparto algunas apreciaciones del curioso fenómeno que me ayudaron a entender el porqué de semejante comportamiento. 

Antes, vale una aclaración. Es probable que haya quienes sepan muy bien qué ocurre y por qué es que mi vecino riega sus plantas en medio de una tormenta. Les parece evidente porque hacen o han hecho lo mismo en algún punto de sus vidas y no entienden por qué alguien perdería el tiempo en explicarlo. Es igual de probable que haya tantas personas a las cuales les suponga una extrañeza. Al menos en el apuro de una primera impresión, por el sencillo motivo de que nunca se lo preguntaron, nunca lo vieron o nunca nadie se los comentó. 

A continuación, presento un hilo conductor a quienes se sientan tan intrigados como yo lo estuve el último domingo, cuando se manifestó aquel tremendo espectáculo que es una tormenta de verano porteño. Al asomarme al balcón para disfrutarla como corresponde, presencié la exhibición, entre bizarra y poética, que ofrecía mi vecino y su orgullosa barriga. Mientras ostentaba como única vestimenta unos calzones largos y rayados, regaba sus plantas con la misma impunidad que conlleva una actitud perfectamente mundana. 

Lo primero que noté es que solo salió a regar una vez que la garúa se envalentonó y devino en una poderosa tormenta. Eso me hizo sospechar que a las plantas no les debía llegar suficiente agua. Solo fue en ese momento que me detuve en que el balcón estaba techado y la baranda, de un vidrio liso transparente, era alta. Por lo cual, las plantas tenían resguardo de sobra como para evitar que su riego autogestivo fuera proporcional a la cantidad de agua que caía del cielo. 

A partir de ahí, la respuesta se presentó sola, mi vecino, sabiduría que proviene del quehacer cotidiano, tiene en claro que si desea conservar con vida las plantas de su balcón, necesita proveerles de la cantidad de agua que deberían haber recibido de no ser por el inevitable techo y la exagerada baranda. En caso de pretender una distribución equitativa con las otras plantas que se encuentran a la intemperie, su cuidador debía proporcionar una asistencia que para cualquier ojo desprevenido o ignorante resultaría injustificado, derrochador y reprobatorio. 

Pido disculpas si el salto extrapolativo que implica ir de la narración de un inocente regado de plantas hasta un comentario social y político, les sienta obsceno. Sin embargo, hay algo de aquel vínculo entre mi vecino, sus plantas y la estructura del edificio que me hizo pensar en la discusión tan actual acerca del rol del Estado en una sociedad que se promete justa y solidaria. Hay ocasiones o períodos en las que algunos ciudadanos de una Nación se ven afectados por características estructurales de su organización socioeconómica, no necesariamente problemáticas, como puede ser un techo en un balcón, que de no contar con la intervención de quién gobierna ese sistema, se verían desprovistos de elementos sustanciales para el correcto desarrollo de sus vidas. 

Confieso algo, me declaro un fanático de las analogías, de hecho, soy un obsesivo de ellas. Buscar patrones de resonancia entre fenómenos que al primer análisis no parecieran presentar sintonías rastreables constituye uno de mis pasatiempos favoritos, sino es que, en verdad, se trata de lo que uno llamaría una vocación. Hay personas que son muy reticentes al poder de una analogía, les cuesta aceptar esas traslaciones ontológicas al diagnosticarlas como muy rebuscadas o incongruentes. Yo considero que tiene que ver con una postura nihilista ante la vida producto de un trauma no superado por la inexistencia de Papá Noel. Son personas que perdieron la fe ante cualquier posibilidad de que nos encontremos inmersos en una totalidad algo más uniforme y articulada de lo que su mente escéptica, fanática de las arbitrariedades y el azar, se permite aceptar. 

En otras oportunidades, se ha acusado a las analogías de caer en simplificaciones demasiado simplificadas como para ser ilustrativas sobre los fenómenos más complejos a los que se intenta aludir o sintetizar. Es posible que sea así pero el contraargumento no me parece caro así que lo compro. Mi jugada defensiva sería responder que solo porque se pierdan algunos elementos de profundidad del fenómeno “x” a la hora de “analogarlo” al fenómeno “y”, no quiere decir que no se establezca una transición efectiva al suceso más complejo, lo cual nos facilite el posterior análisis y entendimiento de todo aquello que resulte ser el fenómeno “x”. Un jab no funciona para noquear al rival pero es una herramienta indispensable para el boxeo. Lo lamento, estaban advertidos.
 
Volvamos a mi vecino y su modesto jardín urbano para identificar qué resortes lo impulsan a regar cada vez que llueve y así salvarlo de una muerte segura por deshidratación. El factor clave, la energía posibilitante, la voluntad férrea, el compromiso político, proviene del interés genuino que tiene mi vecino por resguardar sus plantas. Se siente responsable de ellas, se sabe garante de su cuidado, él mismo asumió ese rol al decidir comprarlas y ubicarlas en ese preciso balcón. Empatía, interés, estrategia, conveniencia, ¿amor? Sí, ¿por qué no? 

Me animo a jugar un poco más, les presento una planta cualquiera ubicada en un balcón aledaño quizás un par de pisos más alto. Uno que no cuente con un techo que le impida recibir el tan preciado hache, dos, o. Imagino que ser testigo de cómo mi vecino les asigna agua de forma artificial puede generar alguna molestia en su imperturbable proceso de fotosíntesis. ¿Por qué “necesitan”, “merecen”, y, de hecho, reciben un trato diferencial? ¿Qué tienen esas plantas que no tenga ella? Nadie le pregunta cómo está, si necesita algo, si está feliz, y eso que ella contribuye a diario con su preciado oxígeno, ¿o no? 

Por supuesto que durante las sequías ella también recibe su cuidado básico, más allá de que sea consciente, lo haya naturalizado, o no sepa valorar cuánto lo necesita para sobrevivir. Pero cuando llueve nadie le regala nada, tiene que recibir su propia agua sin ninguna ayuda, incluso si hay algunas ramas de árboles que le tapen un poco el cielo y vuelvan la operatoria algo más compleja. A nadie parece importarle sus problemas, todo el mundo da por hecho que ella se puede arreglar sola. 

¿Aceptaría intercambiar roles y vivir debajo del techo? No, claro que no, porque ella disfruta de su status destechado: le encanta recibir los rayos del sol sin importar su inclinación; ama empaparse en la lluvia sin necesitar de la presencia o voluntad de su protector; goza del baile fresco que le propone el viento cada vez que sopla sobre su calle, pero también le gustaría que se reconozca que es víctima de un trato desigual. ¿Acaso la justicia no es que todos recibamos lo mismo? ¿No era que debíamos mantener un reparto equitativo? ¿Por qué ella tiene que ver como esas vagas reciben de arriba, lo que a ella le cuesta tanto ganarse de arriba? 

Me estoy yendo por las ramas, ¿no? Puedo notar cuando algo ya suena forzado como para entender que debe cortarse de raíz. A partir de ahora, me parece mejor dejarlos jugar solos, tomen estas ideas, si gustan, y llévenlas hacia donde les plazca. Quizás sea un buen punto de partida para conversar con quienes, gobernados por el sentido común, caracterizan a un acto justo, solidario, compasivo y necesario que busca garantizar la tan preciada felicidad social, como una aberración improcedente y peligrosa. Postura que, en el mejor de los casos, hace más referencia a una inercia cognitiva producto de la pereza intelectual que a sus cualidades y valores como seres humanos.