Francisco y el desencanto: cuando la política se aleja, el pueblo vuelve a encontrarse

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    Florencia Lizaraso y Walter Correa.
Luego del desencanto con una política que cerró el juego y negó los recorridos de quienes la sostuvieron desde abajo, Florencia Lizaraso narra su reencuentro con la fe y la militancia a partir de la figura del Papa Francisco. Desde una iglesia en salida hasta una política con espíritu popular, este texto recupera la potencia transformadora de los vínculos, la escucha y el servicio. Porque cuando la política pierde cuerpo, el pueblo busca nuevas formas de creer.

Francisco y el desencanto: cuando la política se aleja, el pueblo vuelve a encontrarse

02 Junio 2025

Hubo un tiempo en que las iglesias estaban vacías. No de ladrillos, sino de pueblo. Un tiempo en que la jerarquía hablaba lenguas sin cuerpo, y los jóvenes se iban no porque descreyeran de Dios, sino porque no encontraban comunidad. La Iglesia, como institución, parecía haber abandonado el alma.

Años después, algo similar empezó a sentirse en la política. Y no hablo de la antipolítica, ni de la derecha organizada. Hablo del desencanto de quienes nos formamos en la militancia popular creyendo en la consigna viva de Cristina: “tomen el bastón de mariscal y hagan política”. No para ocupar cargos, sino para sostener al pueblo. Para empujar desde abajo.

Pero ese bastón, muchas veces, fue usado no para caminar junto al pueblo, sino para cerrar puertas. Cuando la política partidaria se volvió escritorio, cálculo, mármol; cuando no hubo lugar para los debates ni para las voces territoriales; cuando el pueblo fue reducido a recurso electoral… muchos sentimos que algo se había roto. En lo personal, también lo viví así. Y dolió.

En ese hueco, en ese desencanto profundo, fue Francisco quien me devolvió un lugar para creer. No con discursos, sino con gestos. Con una teología de los vínculos. Con una práctica pastoral que abrazó a los últimos y a los rotos, no para enseñarles, sino para caminar con ellos.

Cuando la política pierde el cuerpo, el pueblo busca otra casa

Francisco llegó al papado en 2013, cuando la Iglesia parecía más cerca del colapso que de la esperanza. Los escándalos, el formalismo, el ensimismamiento burocrático habían vaciado de sentido su propuesta. Y él eligió no negar la crisis, sino abrazarla como punto de partida. Convirtió ese momento en una oportunidad para volver a salir al encuentro, a oler a oveja, a decir que “prefiero una Iglesia accidentada por salir, que enferma por encerrarse” (Evangelii Gaudium, n. 49).

Y eso es lo que muchos militantes necesitamos hoy: una política que vuelva a salir, que se atreva a accidentarse, a incomodarse, a hablar con quienes ya no nos esperan, pero siguen buscándonos.

 El costo de pedir lo que se nos prometió: democracia interna, renovación real

No se trató solo de desencanto espiritual. También fue político. Y no abstracto: concreto, cronológico, vivido. Lo quiero dejar claro porque muchos de nosotros no nos fuimos de la política partidaria: nos dejaron afuera.

En 2019 pedimos internas. Lo hicimos con lealtad, porque queríamos discutir el rumbo, proponer renovación, construir en unidad. Pero como el enemigo era Macri, nos dijeron que éramos funcionales al macrismo. Callate, acompañá.

En 2021 volvimos a pedir internas. Otra vez con banderas limpias, con recorridos hechos cuerpo. Nos dijeron que había pandemia, que no era el momento. Que pensar en renovar era desubicado, como si hablar de futuro fuera una falta de respeto al dolor del presente.

Pero ¿cómo hablar de Movimiento Justicialista cuando ya no hay movimiento ni hay justicia social? ¿Cómo seguir poniendo el cuerpo si la política premia a los que llegan sin territorio y desestima a quienes lo habitan hace años? Muchos llegamos con 20 años a militar convencidos de que íbamos a construir otra cosa. Creímos en quienes hablaban de renovación. Acompañamos. Sostuvimos. Pero el tiempo mostró otra cosa.

Cuando tomamos el bastón… y nos cerraron la puerta

El 9 de diciembre de 2015, Cristina nos habló desde la Plaza y nos dijo: “Tomen el bastón de mariscal y no se lo dejen a nadie.” Nos lo dijo a nosotros, a nuestra generación, a quienes habíamos crecido acompañando ese proceso y creyendo que el paso siguiente era ampliar, profundizar, multiplicar. Lo hicimos. No por ambición, sino por mandato político y amor militante. Lo hicimos desde los barrios, desde los sindicatos, desde la cultura, desde las aulas, desde los centros de estudiantes. Lo hicimos en nombre de lo colectivo.

Pero al hacerlo, no recibimos más respuesta que el silencio y la puerta cerrada. Las internas que pedimos fueron vistas como amenaza. Las propuestas de renovación fueron descalificadas como desubicadas. El bastón se volvió decorado. Y quienes sí lo tomamos con convicción, fuimos corridos. No por la derecha, sino por los que dijeron que lo entregaban.

Ahí empezó el desencanto. No con la política como herramienta, sino con la estructura que decía representar al pueblo y ya no lo escuchaba.

Y entonces, en esa intemperie, fue Francisco quien me ofreció un refugio. No para callarme, sino para volver a hablar desde otro lugar. Desde una capilla, desde una olla, desde el abrazo. Desde una Iglesia que, como la política, también había perdido el cuerpo, pero eligió reencontrarse con él. Francisco no nos dijo “esperen”, nos dijo “salgan”. No nos pidió paciencia, nos pidió ternura. Y desde ahí, volví a creer.

"Los mismos de siempre" ya no nos nombra

Hoy veo con dolor que lo que se sostuvo fue una lógica parecida a esa frase de La Renga: "los mismos de siempre". Solo que allá nos sentíamos parte. Acá, en la política, “los mismos de siempre” son los que tienen el don de estar adentro y afuera a la vez: opositores y parte, críticos y bendecidos, según sople el viento.

Nosotros —los que estuvimos desde el minuto cero con las mismas banderas, con el mismo barrio, con el mismo dolor colectivo— quedamos siempre para después. Siempre con la promesa de algún “más adelante”. Siempre por fuera de los espacios de decisión, aunque hayamos sostenido cada avance en los peores momentos.

Y cuando no nos reconocen, cuando ningunean nuestros recorridos, no duele solo por nosotrxs. Duele porque el peronismo siempre fue grande cuando hizo lugar al que venía de abajo, no al que limpiaba los tornillos de la butaca para que lo vean sentado. Esa es la diferencia. El afuera de la calle, el de la intemperie, lo reivindico. El otro —el afuera de los que compartieron camino y hoy celebran ser elegidos por los mismos que negaban nuestras banderas—, ese es el que duele.

La fe como nuevo lugar para la política

En mi caso —y sé que no soy la única—, fue en una capilla donde volví a encontrar sentido. No porque la fe sea apolítica, sino porque es profundamente política cuando se encarna. Cuando se transforma en abrazo, en olla, en ronda, en comunidad. La parroquia, el merendero, el abrazo a una vecina en duelo, fueron formas de seguir militando cuando la política institucional parecía haber olvidado cómo tocar a la gente sin lastimarla.

Y entonces entendí que Francisco no era sólo un papa: era un pastor que nos estaba enseñando de nuevo a militar. A hacerlo sin estructuras, sin validación, sin mármol. Pero con cuerpo. Con escucha. Con espíritu.

Ese afuera que se vuelve semilla

Ese "afuera" no me alejó de la política. Me acercó a otra forma de hacerla. Me acercó a Francisco. A creer en esa Iglesia que sale, que no se resigna al encierro ni al protocolo. Que vuelve a caminar con el pueblo, sin mármol ni micrófono. Una Iglesia que no compite, acompaña. Que no acumula, comparte. Que no codifica el poder, sino que lo resignifica como servicio.

Por eso, estos últimos años no me dediqué a empujar entre codazos para estar en la foto. Me dediqué a estar cerca. A acompañar en silencio, a volver a los vínculos, a habitar el dolor con otros. Porque hay quienes militan para entrar y hay quienes militan para abrir.

Y también hace falta decir que no toda la política se perdió. En medio de tanto desencuentro, Axel Kicillof fue de los pocos que no soltó la mano del pueblo. Caminó la pandemia, sostuvo las políticas de cuidado, defendió lo público sin doble discurso y mantuvo abierta la escucha. Su gestión en la Provincia demuestra que todavía es posible gobernar con cuerpo y con proyecto. Que, aunque no siempre se diga, hay Francisco también en quienes eligen arrodillarse ante el pueblo para servirlo, no para usurpar su nombre.

Los que hoy niegan mis últimos años, o usan los primeros para beneficio propio, tal vez no entiendan que en este tiempo no elegí correr, sino permanecer. No elegí ocupar, sino sembrar.

Y por eso lo digo sin vueltas: hace falta más Francisco en la política. Más Evangelio en las prácticas, más periferia en las decisiones, más pueblo en la palabra.

* Florencia Lisarazo es r
esponsable de la Comisión Bonaerense de Trabajo y Cultura Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires.

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Florencia Lizaraso y Walter Correa.