Hacer aparecer
Por Ulises Castaño
La aparición de Guido trajo mucho bártulo a mis recuerdos, mucha cosa que uno creía perdida, como esos objetos, descartados del mundo pero empecinados, que llegan con la marea, duran un rato sobre la costa y vuelven a retirarse un instante después hacia lo profundo. Algunos, sin embargo, consiguen adherirse al suelo, hasta tornarse una evidencia, quien sabe, demasiado incómoda para no reconocerla.
Soy de los criados en Olvarria por los mismos años que Ignacio. No nos conocimos durante la época que nos tuvo sobre sus calles como niños y adolescentes. Por mi parte, cuando terminé el secundario me vine a Buenos Aires. Y acá me quede, salvo por una temprana vuelta al pago que también deshice rápidamente, y de que cada tanto vuelvo a visitar familia y amigos.
Allá por 2007, cuando me decidí a empezar a laburar por mi cuenta como librero, surgió la posibilidad (la loca idea) de instalar, no una librería, pero si un espacio similar, en el clásico y ya centenario por entonces bar “La Gaviota” el cual era trabajado por amigos. La idea era que ese espacio que históricamente había funcionado solo como despacho de bebidas, pudiese contar con una oferta de actividades culturales. Por aquel entonces, disfruté por primera vez y cada vez que pude de la música de Ignacio al piano cuando se presentaba en La Gaviota, que ya me tenía como parte del staff.
Mas allá de la mejor o peor suerte comercial del emprendimiento, aquello significó sobre todo volver a Olavarría, aun a contrapelo de ideas y razones que yo mismo enarbolaba. Pero lo cierto es que armé mi bagallito como dice el tango, y de buenas a primeras estaba una vez más en Olavarría, viviendo su cotidianidad. Quién sabe si aun creciendo, pero sí viviendo otra vez en una ciudad que, como suele suceder, distaba mucho de la ciudad de la infancia.
Al proyecto de la librería, sumé la organización de ciclos de cine para despuntar el vicio. Y como una cosa lleva a la otra, un día, junto a algunos amigos y compañeros de ruta, pensamos en realizar un cortometraje basado en un relato de Eduardo Galeano.
El relato describe, a lo Galeano, un día en la vida de una comunidad. En él, es fundamental la tarea de los muertos durante el ocaso, quienes bajo tierra, reciben y conducen al astro luminoso por ese otro cielo profundo y oscuro hasta convertirlo en amanecer, permitiendo de esta manera que el ciclo de la vida continúe.
Teníamos todo lo que queríamos para contar algo de Olavarria, algo que en cierta forma era una mezcla de razones, información sin validar, sospechas, intuiciones, fervores y, como dijo Charly, verdaderas alertas. Teníamos el relato cíclico, tan propicio siempre, el papel de los muertos, el sol que al caer se transformaba de alguna manera en piedra que los difuntos cargan como a una cruz por las entrañas de la ciudad del cemento y la oscuridad.
Por aquel entonces aun vivía y seguía gobernando la ciudad (como lo hizo durante mas de 25 años) Helios Eseverri, padre del actual intendente. Este particular hijo del radicalismo convertido al kirchenrismo, quien a su vez dejó un hijo-intendente kirchenrista hoy convertido al massismo, llegó no solo a prohibir a los Redondos en una escena conocida por todos, sino también besarse en un parque controlado por “karatecas”, el mismo parque donde la gran mayoría de los pibes y pibas nos besamos por primera vez. Por razones como esta, sumado a la preponderancia que tenía el sol en el relato, el titulo para nuestro cortometraje estaba cantado: LOS HIJOS DE HELIOS.
Junto con quienes encaramos esa quimera que jamás llegó a tener, por toda metáfora, mas que la escena de un Sísifo condenado a cargar eternamente una piedra, siempre nos pareció que el relato tenía todo lo que queríamos decir, pero sobre todo nos ayudaba a poner en imagen todo aquello que no se sabía, o hablaba, e incluso no se pensaba, por distintos motivos igual de torturantes.
En ese entonces tampoco éramos demasiado conscientes de cuan presente estaba la idea de la tortura en todas sus facetas y a pesar de sus atenuantes metáforas, pero mientras leo lo que voy escribiendo, reconozco la palabra y su idea, su imagen, como un martillo.
Es extraño el lugar donde podemos encontrarnos a veces las personas. Es extraño tanto el lugar como la forma. Pero algo de ese orden, misterioso y a la vez profundamente evidente, hay. Y “hay” es que eso exista, y más aún que perdure -aunque oculto- tozudamente justo, hasta el momento de su reaparición.
En otro relato del escritor uruguayo, un grupo de niños observa trabajar a un escultor durante días sobre una piedra. Cuando finalmente el artista consigue tallar la imagen de un caballo, uno de los niños se acerca y le pregunta:
-¿Cómo sabía usted que adentro de esa piedra había un caballo?