Lo pasado, papado
En ese entonces, otro candidato argentino asomaba como posible Papa y en nuestro país su sucesor en el obispado de Mar del Plata negaba la existencia de desaparecidos, justificaba la represión en la demonización del comunismo y recibía a Madres de Plaza de Mayo sin ofrecerles ni una silla. El perfil de Rómulo García, que años más tarde sería obispo en Bahía Blanca y moriría con su currículum dado al benévolo olvido de la prensa local.
La sucesión de la monarquía absoluta vaticana contiene en sí misma un colorido medieval que no invalida la alarma por lo que de conservador tiene, toda vez que han transcurrido 521 años desde la finalización de la Edad Media. Remontarse a los últimos cónclaves, sobre todo aquellos ocurridos durante el imperio del Terrorismo de Estado en nuestro país, sirve para repasar perfiles de encumbrados miembros de la jerarquía eclesiástica.
Una deuda de la Iglesia Católica parece ser la de mirarse en el espejo de su historia. Una historia que tiene a muchos de sus miembros como víctimas y a otros tantos como victimarios. No en vano fue la propia institución la que, en franco avance controlador sobre los más elementales instintos, estableció que también se peca “por omisión”.
El fallo con que el Tribunal Oral Federal condenó diecisiete represores en Bahía Blanca confirma la parte activa cuando señala que “resulta prima facie, comprometedor para la Iglesia Católica, la intervención y presencia de unos de sus pastores, tal el Padre Aldo Omar Vara en los centros clandestinos de detención y en los encuentros con las personas ahí detenidas”. Pero además del obispo Jorge Mayer o el propio Vara, en en la sombra quedan otros nombres.
Tiempo de cónclave
Pocos días habían pasado de la finalización del Mundial de Fútbol que la dictadura militar organizó en la Argentina de 1978, cuando en el Vaticano se comenzó a vivir el clima de sucesión y cónclave que ahora se repite: había muerto, el 6 de agosto de ese año, Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini. O Pablo VI, papa de la Iglesia católica por tres lustros. Quien dio su segundo nombre a los dos pontífices que vendrían. Sobre todo al primero, de quien fue la idea de unir los nombres de sus dos antecesores, antes de ser él mismo inspirador de la tercera parte de El Padrino. Juan Pablo I, el papa brevísimo, dio paso al ferozmente anticomunista Juan Pablo II, símbolo del fin de la Guerra Fría, la emergencia del capitalismo salvaje que tardíamente criticó y la victoria polaca de Lech Wałęsa, a quien ahora quiere parecerse el autóctono Hugo Moyano.
Por entonces, ya existía la tendencia a esperar la designación de un papa argentino. El candidato de entonces, como hoy Leonardo Sandri o en 2005 Jorge Bergoglio, era monseñor Eduardo Pironio. Segundo obispo en la entonces joven historia de la diócesis de Mar del Plata, Pironio ejerció el cargo entre el 26 de mayo de 1972 y el último día del invierno argentino de 1975, cuando el propio Pablo VI lo trasladó a la Curia Romana designándolo proprefecto de la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares. Su escalada dentro de la institución no culminó con su muerte, ocurrida en 1998. En 2006, el ahora renunciante Benedicto XVI lo declaró “siervo de Dios”, primer grado en la canonización.
La oveja gris
Pironio era, para los parámetros conservadores ultramontanos, un papabili atípico. Opuesto al tradicionalismo de Caggiano y Tortolo, llegó a ser llamado “el obispo montonero”, entre otras cosas por su prédica en torno a la “dimensión histórica del Evangelio”, su influencia en los Cristianos por la Liberación o una oración de su autoría que fue entonada en una multitudinaria peregrinación juvenil a Luján pocas semanas después de su partida rumbo a Italia:
“Un niño pobre, que nos hace ricos.
Un niño esclavo, que nos hace libres.
Virgen de la esperanza: América despierta.
Sobre sus cerros despunta la luz de una mañana nueva.
Es el día de la salvación que ya se acerca”.
En abril de 2001, en el marco del Juicio por la Verdad de Mar del Plata, un testigo refirió sin embargo que “Pironio no era lo que decían. Simpatizó con la juventud hasta que advirtió que las cosas se complicaban”, y no quiso reunirse con él en el Vaticano por alegar que “era subversivo”.
No sería su única agachada conocida. En 1978 declinó de participar de las celebraciones religiosas con que el gobierno argentino pretendía homenajear al general José de San Martín en el bicentenario de su nacimiento, pero envió una carta de texto tenue y lavado en que daba por supuesta una guerra en el país y hacía un llamamiento a la paz. La misiva ofició como prólogo a la visita que poco después hizo al país, al que comenzó a ver “positivamente”, a tal punto que llegó a reunirse con el dictador Jorge Videla “para saludarlo” no sin antes consignar que había podido apreciar “el rostro de la Argentina”, que “ahora se ve mejor en Europa, aunque hay sectores que siempre buscan lo negativo”.
Ese mismo año, el de su emergencia al estrellato como papabili, Pironio se entrevistó con una delegación de las Madres y Abuelas. “Las atendió compungido, pero no hizo nada a su favor, como no fuera rezar por ellas”, dice el libro Botín de Guerra, que narra la historia de la entidad que actualmente preside Estela de Carlotto. Con ello, el primer candidato argentino al papado demostró, en plena dictadura, que no era muy diferente al obispo de anteojos con gruesos marcos de carey que tres lustros más tarde reemplazaría a Mayer en Bahía Blanca. Lo mejor que ambos podían ofrecer eran rezos que nadie más que el Altísimo acreditaba.
El buen pastor
Como reemplazo de Pironio en Mar del Plata, Pablo VI designó a Rómulo García. García se transformaba, así, en el tercer obispo de la joven diócesis, creada en 1957 con el auge renovado de la Iglesia luego del sobrevuelo del Cristo Vence por los cielos argentinos. Su obispado se ubicaría más a la derecha del Padre que nunca, ya que él formaba parte del grupo más conservador e integrista dentro de la Iglesia Católica argentina, junto a sus pares más veteranos Primatesta, Tortolo, Aramburu y Quarracino.
Pocos meses después de asumir su birrete y pocas horas antes de la interrupción constitucional que anunciaban las tapas de los principales diarios, García se reunió con Josué Catuogno, interventor de la Facultad de Derecho marplatense ligado a la organización de ultraderecha Concentración Nacional Universitaria (CNU). Difícil suponer que el tema tratado en la reunión haya estado vinculado al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que entró en vigencia ese día. “ES INMINENTE EL FINAL.
Todo está dicho”, saludaba a sus lectores la Sexta de La Razón. Todas las noticias reseñadas en su portada tenían que ver con ese escenario. La militancia progolpismo de La Capital no era mucho más disimulada. “Seguramente se reunieron para hablar del golpe”, concluyó en el Juicio por la Verdad de 2001 el testigo Oscar González, quien dos días después de la reunión y uno después de la usurpación del poder fue secuestrado.
Unos meses más tarde, en la primavera de 1976, el obispo marplatense se sumó a la censura a la edición de la Biblia Latinoamericana, que en el agosto anterior había sido denunciada como subversiva por la revista Gente a raíz de la inclusión de una fotografía de la Plaza de la Revolución de La Habana. La imagen, los epígrafes y notas al pie escandalizaron a García, quien sugirió una revisión línea por línea. “La obsesión de monseñor García era el comunismo. Contaba que había ayudado a liberar gente y que después se enteró que se trataba de comunistas”, confirma la Abuela de Plaza de Mayo marplatense Antonia de Segarra.
Los organismos de derechos humanos son, a propósito, quienes mejor pueden recordar el paso de García por Mar del Plata. La propia Antonia concurrió muchas veces a pedir la intercesión del obispo ante los represores para conocer el paradero de su hijo varón Jorge Alejandro y sus hijas mujeres Alicia Estela y Laura Beatriz, secuestradas junto a sus maridos cuando ambas estaban embarazadas. “No siempre me recibía. A veces salía su secretario y me decía que monseñor tenía completa la agenda. Pensar que, en ese momento, éramos la parte más doliente de la grey católica y que tan sólo pedíamos una palabra de aliento… En esos casos me mandaba también decir que no me preocupara, que él siempre oraba por los desaparecidos”, refirió de Segarra en Botín de Guerra.
Los secuestros de su hijo, sus hijas embarazadas y sus yernos se produjeron entre el 21 y el 29 de junio de 1978. Quizá fuera cierto que en esos días y los que siguieron García tuviera su pastoral agenda repleta de compromisos: diez días antes del primer secuestro contra la familia se había jugado el último partido del Mundial ’78 asignado a Mar del Plata y siete días después del último murió Pablo VI y comenzó a circular el rumor sobre la posible elección de Pironio. Tal era el clima que por entonces imperaba en la superficie de la realidad argentina. En sus subsuelos había, en cambio, una realidad oscura que García no desconocía pero cuya existencia prefería negar.
Tres años después, en 1981, la Asamblea Plenaria de obispos que se desarrolló en mayo volvió a analizar el problema de los desaparecidos y designó a dos de sus miembros para que recibieran al grupo de Madres de Plaza de Mayo que aguardaba fuera del edificio con la intención de exponer el tema en primera persona ante el cónclave. Uno de ellos era Miguel Alemán, de Río Gallegos. El otro, Rómulo García, quien por esos meses, durante su paso por Nueva York negaría que en la Argentina existieran desaparecidos, lo que le valió el agradecido elogio castrense.
“Tal vez por eso durante la reunión con los familiares de esas personas inexistentes, no les ofreció ni una silla”, ironiza Horacio Verbitsky en su libro Doble Juego. “La entrevista duró cerca de una hora y debió concretarse en los jardines que rodean el edificio, porque la caridad cristiana no alcanzó para invitarlos a ingresar, como si fueran apestados. Ambos obispos dijeron que la Iglesia luego de varias denuncias públicas había optado por las gestiones privadas y que de ese modo había obtenido no pocas libertades”, completa. Siempre, la función de aduana: hay que pasar por allí para llegar al cielo o para salir del infierno.
En 1991, pretendidamente reciclado, García fue trasladado a Bahía Blanca. Aquí reemplazó a Jorge Mayer, que pasó a retiro luego de años agitados en que combinó la contemplación, la oración y el colaboracionismo con las fuerzas represivas que se cerraron sobre la ciudad. Causalmente, la arquidiócesis bahiense es la cabeza de la “provincia eclesiástica de Bahía Blanca”, con una competencia territorial similar a la que tenía el V Cuerpo de Ejército. Es decir, casi todo el sur del país.
Cuando García murió, en diciembre 2005, los principales medios de comunicación de Bahía Blanca y la región oscilaron entre artículos laudatorios o el prolijo desconocimiento de sus antecedentes. Al fruto se lo reconoce por su árbol.