Un método de construcción territorial para el conurbano: el caso Hurlingham, por Damián Selci

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Un método de construcción territorial para el conurbano: el caso Hurlingham, por Damián Selci

26 Marzo 2021

Por Damián Selci

¿Qué hay detrás de la imagen que ilustra este artículo? Empecemos con un epígrafe: se trata de la última actividad “casa por casa” que hicimos en Hurlingham, en Plaza Urquiza (William Morris). La congregación de la militancia en un solo punto, justamente por eso llamado centralizado, involucra años de trabajo, de prueba y error, una convocatoria exhaustiva, una foto panorámica y luego, de nuevo, el trabajo de hormiga: un rastrillaje general por cientos y cientos de manzanas defendiendo la campaña de vacunación provincial, juntando información, sumando para volver a salir... Para alumbrar mejor la imagen, cambiemos la bandera que dice “vacunatepba.gba.gob.ar” por un verso muy citado de Lautréamont: la poesía debe ser hecha por todos, no por uno. La política también.

¿Cómo se construye territorialmente un distrito? Quizá no hay una sola manera, pero remitámonos al caso de Hurlingham. Municipio del conurbano bonaerense, algo más de doscientos mil habitantes, tres localidades bien diferenciadas (Hurlingham, Tesei, Morris), con los indicadores sociales parecidos a la región, sin características distintivas a no ser el predominante arbolado de las calles y la accesibilidad del cielo –todavía y cada día, cada tarde, imponente por la falta de edificios que bloqueen la mirada (esto último podrá ser comentado como una ventaja política considerable). Pero se trata de detalles, y un método de construcción territorial debería funcionar con prescindencia de ellos. Un método es transmisible, es aplicable, es reconocible. ¿Importan las cuestiones de método? Por supuesto, ya que son saber acumulado: un fantástico ahorro de tiempo y penurias, pero además la mejor manera de comprender qué estamos haciendo, para hacerlo mejor. Se trata de la forma en que hacemos política, tema que se encuentra tradicionalmente encapsulado en la disputa infecunda de la “vieja política” contra la “nueva política”: por lo común, esta distinción no conduce a nada y es sólo publicitaria. En cambio, el método produce una primera gran división, y muy real, en la “forma de hacer política”: armar versus construir.

“Construir políticamente un distrito”, desde el punto de vista de la militancia, ¿qué es? Sumar militantes de todos los barrios, de todas partes. Y organizarlos cada día un poco mejor. No es primeramente “tener un candidato”. Hagamos una primera aclaración determinante: el método de construcción que presentamos acá no es un método electoral. Las campañas electorales están muy estudiadas en todo el mundo; es sencillo encontrar manuales bastante buenos, que explican desde el armado de un comando de campaña hasta la fiscalización, pasando por la construcción de la imagen del candidato y sus propuestas. Todo eso es importante, importantísimo, pero no brinda un método de construcción política, y confundirlos sería letal (por desgracia, también habitual). De hecho, la prensa y la política corriente recurren a la expresión “armar un distrito” para designar la confección de una estructura de tipo electoral. Existen así personajes denominados armadores. “Fulano de Tal es el armador de Duhalde en la Primera Sección”. Los armadores se burlan históricamente de la militancia. Llenos de contactos en todos los poderes, jamás saldrían a caminar un barrio casa por casa, actividad verdaderamente contracultural sobre la que hay tanto por decir. Ese servicio lo pagan. Participar de una jornada solidaria… la sola idea los hace sonreír. Que eso lo haga el candidato. La militancia les parece una estudiantina, algo para principiantes. Ellos dicen: la política es otra cosa. Se imaginan a sí mismos como hombres realistas, expertos, voraces, pero en realidad no pretenden nada muy emocionante, y la derecha los alquila por nada.

Seamos nítidos en el contraste. ¿Qué significa armar? Significa tener un candidato (a intendente, a concejal, a algo) más o menos no inexistente. Como puede verse, armar es menos denso que construir. Armar es algo que debiera hacerse bastante rápido. Generalmente, de cara a las elecciones, y por regla cerca de las elecciones. Los armadores, también llamados operadores, hacen pie en un distrito cuando arman algo: juntan dirigentes de ese lugar, los reúnen, les prometen alguna cosa (por ejemplo, colgarlos de una boleta competitiva a nivel nacional), les suministran recursos y los conducen como pueden, hasta que el éxito, o el fracaso, o ambos, los separe, traición mediante. Gran parte de la política funciona así. La relación entre el armador superestructural y el dirigente local no es orgánica. No se basa en la confianza absoluta, la coincidencia programática, la compatibilidad metódica. Es un acuerdo, dicho de manera caballeresca. Un toma y daca. Absolutamente nada más. ¿Qué tipo de militante produce esta lógica? Uno que está esperando, todo el tiempo, cobrar: que le cumplan con lo prometido. ¿Qué modelo de gestión implica o prefigura? Una gestión también de tipo contractual: soluciones de gestión (o promesas) a cambio de votos. ¿Cuánta organización popular deja como saldo? Nada más que el candidato y su reducido equipo, porque el diseño de acuerdos sobre el que cimentó su coronación no es fuerza propia: no le responde. Así se puede armar un distrito. Contentémonos por ahora con esta esquematización de la política clásica, dirigencial, que prevalece en nuestro país desde los años 80 y que procede como si no hubiesen existido Néstor y Cristina: negándose a sacar las conclusiones del kirchnerismo, felices en sus mesas de negociación sin gente, de madrugada pactando en charlas de quincho.

Pero construir un distrito es algo extraordinariamente diferente de armarlo (al menos, en el sentido presentado antes). Construir un distrito no excluye la candidatura, por supuesto, pero no es lo primero, ni lo principal. Lo primero es sumar militantes y organizarlos bien. Lo primero es la organización. ¿Cómo se construye una organización? Por supuesto, lo primerísimo, lo absolutamente innegociable, es la línea política, o sea, Cristina. No hay método que valga sin ella. Lo que suma, lo que encuadra, lo que organiza, lo que entusiasma a la gente al punto de admitir una conducción orgánica intermedia, es Cristina. Una vez hecho este subrayado importante, introduzcamos un primer elemento del método: la formación política debe ser permanente. Esto resulta decisivo, a tal punto que podría decirse que, bien entendida, la formación y la militancia son la misma cosa. ¿Por qué? Porque la política militante no es un acuerdo dirigencial de sobremesa. Su principio es que la política la tienen que hacer todos. Por ende, cuando alguien se suma a militar tiene que pasar por un larguísimo y constante proceso de formación, que en los mejores casos no termina nunca. En efecto, el compañero nuevo, la compañera nueva, no se sumó para ser candidato. Se sumó para convertirse en militante. Entonces, hay que invertir todo el tiempo del mundo en formarlo. Discutir política, analizar, pensar, debatir, leer el diario, leer a Perón, a Cooke, a Sun-Tzu, a Laclau, a todos. Sin miedo a parecer un grupo de estudio. Los militantes tienen que formarse. No se nace militante. ¿Forman militantes los armadores, los operadores? No. Ellos, según suelen afirmar inexpresivamente, los llevan, es decir, los mueven con promesas (de cargos, de contratos, de integrar una lista). Pero el militante formado no necesita que lo lleven ni que le prometan nada. Su relación con la conducción no es de acuerdo, sino de organización. No hace política para que le vaya bien personalmente, hace política para transformar el mundo, empezando por él mismo. ¡No hay necesidad de “pagarle”! La militancia es algo que hacemos sobre nosotros mismos, una autotransformación que no tiene un pelo de espontánea, y que está exenta de cualquier contraprestación porque la formación justamente sirve para ver que no se trata de nosotros mismos, sino de cómo nos convertimos en algo mejor que una buena persona, algo mejor que un individuo autónomo. Por cierto, el énfasis en la formación no es ninguna novedad. En el pasado, los movimientos populares solían dedicar mucho tiempo a la formación política. Todo lo que se debe agregar a esa venerable tradición es la conciencia de que la formación de militantes es la creación de militantes. Y que, si repasamos nuestro objetivo, verificamos que no somos armadores, sino constructores de distritos; y que por ende no nos interesa tanto congregar unos cuantos dirigentes, sino sumar muchísimos militantes. ¿Cuál es la consecuencia de esto? Que toda la política militante está orientada a formar a los vecinos, a convertirlos en militantes. Toda.

Acá ya podemos instalar una primera convicción: el objetivo del método es que absolutamente todos y todas puedan sumarse a la organización. “Cada uno de ustedes, cada uno de los 42 millones de argentinos, tiene un dirigente adentro”, dijo Cristina el 10 de diciembre de 2015. La política convencional reniega de esta proposición. Reniegan de ella los guionistas de series políticas que miran los periodistas (House of cards, Veep, Game of thrones, Borjen), reniegan los armadores, los socialdemócratas eternamente enamorados del pacto y la traición en cualquiera de sus formas y en cualquiera de sus siglas partidarias. Todo ellos dirán: oh, bella afirmación la de Cristina, pero es exagerada, es falsa, es retórica, es romántica. Pero el método de Hurlingham comienza por tomarse en serio esa frase. Los doscientos mil vecinos de Hurlingham tienen un dirigente adentro, es decir, deben ser considerados proto-militantes nuestros. ¡Qué locura vanguardista! Puede ser, pero, ¡qué distinto se ve Hurlingham ahora, cuando partimos de la espectacular hipótesis de que, de alguna manera todavía por definirse, todos los habitantes, todos, pueden militar, es decir, autotransformarse en algo mejor y algo diferente a meros “vecinos” con sus lamentadas “demandas a los gobernantes”!

¡Así es como se pierden las elecciones!, exclaman los armadores, cuya impaciencia no tiene parangón. No hay que oírlos por el momento (ni nunca), puesto que nuestro punto no es en este caso el electoral, y puesto que los armadores no saben qué significa ganar, fuera de la admisión más bien tosca, espiritualmente depresiva, de que es forzoso imponerse sobre otro. Lo que en todo caso se ha vuelto notable es que tenemos definido un objetivo (que militen todos, el auténtico reverso de la consigna del 2001) y un campo de acción: todos los vecinos. Pero “todos” parece demasiado vasto, y a primera vista poco inteligente: lo racional sería comenzar por los más ideológicamente afines. Sin lugar a duda, estos vecinos más fácilmente convertibles en militantes son los vecinos kirchneristas, peronistas, etc. Así ha nacido la herramienta clave, el padrón.

¿Qué es el padrón? El listado donde iremos a buscar a nuestros vecinos proto-militantes. Con respecto al padrón electoral, tiene una primera diferencia sensible, que es su recorte de tipo político. El padrón electoral contiene todas las personas habilitadas para votar. El padrón de la organización resulta más chico: contiene todas las personas potencialmente aptas para militar. ¿Qué debemos hacer con este padrón de proto-militantes? ¡Ir a buscarlos, sin duda! Llamarlos por teléfono, pero sobre todo visitarlos en sus casas, persuadirlos de que militen. Para la sumatoria de votos, el tiempo suele ser escaso, pero para la sumatoria de militantes debe considerarse infinito. Un sacerdocio. Hay también una mística de la persuasión, que los periodistas desconocen en sus patéticos elogios de la “rosca”: hay que imaginarse las palabras, la conducta ejemplar, el entusiasmo que hacen falta para que una persona convenza a otra, en el país de los 30 mil compañeros detenidos-desaparecidos, que hay que militar, que es sano hacerlo, que el mejor lugar para los jóvenes (como dijo Cristina), para todos, es la política. No hay nada más elevado ni más exigente que este diálogo (porque “llevar” a alguien que sólo anhela ser candidato, que pretende obtener un cargo, no requiere de ningún atributo demasiado vistoso, fuera del hecho de poseer la famosa “lapicera”). A fin de cuentas, la comunidad organizada está compuesta de militantes; invertir tiempo en ellos, todo el tiempo del mundo, es construir la utopía en tiempo presente, y esta frase de estilo endulzado se vuelve de pronto muy literal.

Pero en el apuro nos hemos salteado una dificultad típica. Lo más probable es que, al principio, no tengamos ese padrón de proto-militantes, o que sea terriblemente exiguo. Supongamos los dos o tres amigos de cada compañero, los familiares… no mucho más. Sobre ese número inicial que improbablemente llegue a la centena, la tasa de fracaso normal es devastadora, porque es muy esperable que hablemos con cien personas y no se quiera sumar nadie. ¿Qué hacer? Hay que ensanchar el padrón. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo conocer gente nueva? El método dicta la actividad llamada “casa por casa”: elegir un segmento de determinada cantidad de manzanas, elaborar una serie de preguntas que nos permita intuir la orientación ideológica del vecino, y luego tomarles un teléfono de contacto para invitarlos a participar de una actividad a confirmarse (que, por supuesto y salvo raras excepciones, debe ser un encuentro de formación). Esta actividad llamada “casa por casa” tiene tantas ventajas que parece difícil listarlas sin olvidar ninguna. La primera: es una acción territorial, real, callejera, con todo lo intrépido y atractivo que tiene hablar con gente desconocida apelando al simple expediente de golpearles la puerta para preguntarles cómo están y qué piensan sobre la situación del país. La segunda: instala el nombre de la organización en un barrio nuevo, donde en principio jamás se la había visto. Eso genera representatividad y un arraigo formidable, que permite conocer realmente el estado de ánimo popular y vuelve difícil desengancharse de lo que le sucede a la gente (riesgo que, en cambio, pierde generalmente a los armadores: como hacen política sentados en una mesa, pueden “diseñar” toda clase de experimentaciones electorales sin base, razonabilidad ni perspectivas de éxito). La tercera: si disponemos de recursos, por magros que sean (y es preferible que sean magros, al menos al principio), podemos resolver algún que otro problema que comúnmente llamaríamos “de gestión”, aumentando la buena imagen de la organización en la zona. La cuarta y decisiva: caracterizamos ideológicamente al barrio más allá de cualquier prejuicio, cuantificamos los nuestros, los adversarios y los indiferentes, y por fin tenemos un padrón. El “casa por casa” concluye así en una carga de datos en formato Excel, donde la militancia se toma el trabajo de anotar penosamente información de este tipo: Juana Pérez, calle tal, altura tal, es compañera, no tiene trabajo, le interesa sumarse a formación, dejó su teléfono que es 1234567890. Juan López, calle tal, altura tal, no es compañero pero nos trató bien, preocupado por la seguridad, no dejó teléfono. ¿Para qué? Para volver, la semana siguiente, a visitar sólo a los vecinos compañeros. ¿Con qué propósito? Tomar mate largamente, desarrollar un vínculo también afectivo, e invitarlos al encuentro de formación.

Casa por casa, padrón, visita, formación. Si esta cadena de acciones tiene éxito, entonces habremos empezado a sumar militantes, puesto que ése era el sentido último de la formación constante. Y esta suma, para devenir cualitativa, supone una instancia clave, fundamental, que es el encuadramiento. En algún momento, el vecino politizado, la compañera nueva, desarrolla tal nivel de confianza en la organización que finalmente se siente parte –lo que suele notarse por la manera de hablar: si al referirse a la organización utiliza el “ustedes” o el “nosotros”. Este cambio en la conjugación permite medir el primer tiempo del encuadramiento, término que fuera de la militancia puede sonar a cualquier cosa autoritaria y que, en rigor, no es más que el proceso lentísimo de volverse cuadro. Encuadrarse significa, abreviando mucho, empezar a encuadrarse en la orgánica. La orgánica no es sólo la distribución nominal de las funciones (quién conduce el territorio, quién el frente de mujeres, etcétera), sino ante todo la comprobación de la flexibilidad de la organización respecto de las masas que pretende conducir: los frentes realmente existentes buscan hacer participar a las personas de acuerdo a criterios sociológicos (dónde vive, qué edad tiene, si es docente, si le interesa la cultura) para después conducirlas hacia el mismo encuadramiento, ya que el encuadre es el sello último de la militancia –estamos encuadrados cuando nos dejamos conducir, y esto voluntariamente, es decir, cuando podemos conducirnos como si fuésemos otro. De esta nueva ciudadanía habría mucho que decir. Resumamos con una fórmula: cuando termina el encuadramiento empieza, en otra persona más, la comunidad organizada.

Este protocolo de acciones brinda una primera imagen del método de Hurlingham, y debería complementar la foto del principio. La metodización consiste en buscar el mayor rendimiento con el menor esfuerzo, de manera que todo el truco reside en la constancia y el espíritu sistemático. Un lector no militante podrá creer que esta sistematicidad configura un hábito ganado para las fuerzas del pueblo. No. Por diferentes motivos, las organizaciones siempre están como empezando por primera vez. Cuando algo sale bien, por ejemplo, una charla de formación, una reunión de vecinos, un casa por casa, hay que tomar registro de quién fue y quién faltó. Es la única manera de seguir la acumulación en tiempo real, y desarrollar estrategias específicas para modificar el curso de las cosas cuando algo no funciona. Este registro es a su vez un padrón sobre el cual intervenir. ¿Cuál es, entonces, el verdadero territorio de la acción militante? No sólo el barrio, no sólo el sindicato, no sólo la universidad: ante todo, el padrón. Lo que se camina es siempre un recorte, o sea, siempre un padrón.

Pero, ¿qué hay de las otras actividades clásicas de la militancia, como el apoyo escolar, la olla popular, la pintada, la jornada solidaria? ¿No son parte distintiva de cualquier construcción política que se precie de tal nombre? Para evitar un desvío demagógico que acá sólo nos impediría pensar con franqueza, hay que empezar aceptando que la militancia no resuelve ningún problema de fondo con la jornada solidaria, la olla, el apoyo ni la pintada. No se trata de decir, ¡por supuesto!, que no sean acciones muy importantes, a veces determinantes. La pregunta es para qué las hacemos. ¿Para qué organizamos una jornada solidaria? Recordemos que lo que buscamos es, como siempre, sumar militantes, y la sumatoria requiere de ocasiones propicias, ambientes favorables. Así como los liberales invocan el “buen clima de negocios”, nosotros debemos bregar por “climas de militancia” donde se pueda concretar esa delicada y misteriosa operación llamada “toma de conciencia”. Y la solidaridad es el clima óptimo para la militancia. Diremos así que, en condiciones ideales, la jornada solidaria en la escuela X se desarrolla con fines solidarios, pero también con el propósito de generar un encuentro distendido con el nuevo militante, que mientras presiona el rodillo contra la pared charla de política o de lo que fuere con sus compañeros. Así comienza a sentirse cómodo, a sentir que hace algo. Que ayuda. Que es algo más que un mero individuo con sus meros problemas. De hecho, jornadas, ollas y apoyos escolares son formas muy genéricas y simples de ayudar. Pero la militancia no se conforma con ayudar, no se agota en la notable dignidad solidaria. Es más ambiciosa: para la militancia, se trata de generar militantes. No ayudar al otro a secas: ayudarlo a militar. Entonces, estas actividades solidarias deben inscribirse como un hecho más en el protocolo que resumimos antes. A los efectos prácticos, alguien podría pensar que nada cambia si la escuela fue refaccionada por militantes o por pintores. Pero todo cambia, el mundo cambia, si ese día una joven militante sintió que estaba haciendo algo anti-individualista: no para sí misma, sino para los demás. Reiteremos que la política “convencional” no está excluida de este proceso; es ciertamente esperable que la directora de la escuela nos gratifique por el servicio prestándonos su confianza y hablando bien de nosotros ante la comunidad educativa, pero el milagro militante sería que la directora, al vernos militar, quiera militar. La jornada solidaria tiene algo de benévola interpelación: esto que hacemos por usted, bien podría usted hacerlo por otro. No es una exigencia clientelar sino espiritual. Y este milagro muestra una frecuencia bastante proporcional a nuestra misma militancia, siempre que esté metodizada y no se fíe de su intuición más que cuando falta información, y sólo en esos casos.

Casa por casa, padrón… La visita es un elemento indispensable del método: es el momento de consolidación del vínculo entre el militante y el vecino (que, si todo sale bien, se convertirá –formación mediante– en el vínculo militante-militante que es la organización misma). Si el casa por casa se asemeja a una avanzada de infantería sobre el territorio, la visita al vecino compañero es un peritaje auténticamente micropolítico, un mensaje apuntado a una sola persona y con un solo propósito. Es de esperar que en este diálogo se complemente toda la información que el primer avistaje sólo había presentado en forma esquemática. Es de esperar, sobre todo, que la relación política con el vecino sólo comienza ahí. Ya no se trata del anonimato sorprendente, a veces casi evangélico, que exhibe la militancia cuando golpea una puerta por primera vez. Ahora se perfilan dos caras que empiezan a reconocerse. De ahí en más, para ese vecino la fantasmal organización será ese compañero. Él será el encargado de convocarlo a las actividades que sean, siendo siempre y ante todo formación.

¡Qué fastidioso idealismo el de esta narración!, podrán decir los armadores. ¡Es conocido que la gente pide favores de manera permanente, y que los políticos tienen que ocuparse de responderles! ¿Qué hace la gente, la pobre buena gente, salvo pedir? Y esto es verdad, pero es verdad siempre que no movamos un dedo para modificar el marco de la relación. Por eso es integralmente parte del método esta premisa: no prometer nada. El militante acoge la demanda (no le queda otra), pero remarca que no puede asegurar su cumplimiento, y que la política no se trata de lo que la gente le pide a los militantes. En efecto, la silla de ruedas, el trabajo para el hijo, la cámara de seguridad o lo que se quiera pueden ser parte del toma y daca más ortodoxo, y resolver esas demandas resulta muy necesario siempre que se pueda; pero lo esencial, lo determinante, es dejar en claro que no se trata de eso. La sinceridad militante se ejerce con máxima intensidad en la visita. Si el vecino nos acorrala con demandas de extrema urgencia, estamos moralmente obligados a tratar de resolverlas. Pero no puede quedar jamás la impresión de que ayudamos a cambio de un voto, simplemente porque no es cierto. Los vecinos, preformateados como están por la deficiente cultura política que propalan los medios, creen que queremos que nos voten, cuando eso sucede tan solo una vez cada dos años. El resto del tiempo, el vasto tiempo de la vida cuando no es domingo electoral, queremos que militen.

¡Bah!, se quejan los armadores. ¡Todas estas palabras bonitas no valen nada si no ganamos las elecciones! Pero para ganar las elecciones, que no es un fin en sí mismo, es necesario o preferible tener una estructura militante disciplinada y audaz, además de un candidato y una buena campaña. El rol de los candidatos está sobrevalorado y no sin intención. Candidatos siempre aparecen, estructuras militantes, casi nunca. Porque además se trata de ganar las elecciones sin deberle, en lo posible, nada a nadie. El candidato que llega solo, sin organización propia, llega con acuerdos. Entonces, cuando debe gobernar, está forzado a darle espacio a sectores aliados, que primero lo apoyaron y ahora lo condicionan. Y ganar completamente condicionado por el esquema de alianzas, ¿es ganar? Seguramente, pero ganar es fugaz, y militar es permanente, de manera que no hay proyecto posible si el candidato sólo expresa un racimo de alianzas. La política pierde así sentido. Nos remontamos de nuevo al temible aburrimiento despolitizado de los 80 y 90: la “gobernanza”, la “gestión transparente”, “el municipio como primer mostrador del Estado”. ¿Por qué no pensar en un gobierno local que se proponga construir la comunidad organizada en nuevos términos, y no reproducir la cultura de los armadores: candidatos prometedores, vecinos demandantes?

Lo propio del método de Hurlingham, si hubiera que pretender un resumen, es la inversión de la demanda: no son los vecinos los que le piden cosas a los políticos, sino exactamente al revés; no son los militantes los que deben parecerse a su pueblo, sino al revés –el pueblo debe parecerse a sus militantes. ¿Para qué serviría, de otro modo, tener una conducta ejemplar? La idea convencional de que “los candidatos van a pedirle el voto a la gente” muestra la grosera estrechez actual, según la cual hay que seducir al electorado tratando de imitar sus muecas y sus malhumores. Pero los militantes no piden el voto, piden militancia. La exigencia se ha trastocado por completo. Esta subversión no representa más que el resultado de un abandono parcial de la lógica electoralista, que ¡por supuesto, es indispensable para ganar elecciones, pero sólo para eso! De hecho, para ganar elecciones seguramente sea preferible tener muchos militantes a tener pocos, o alquilados. Los armadores no han leído El Príncipe de Maquiavelo y desconocen la famosa sentencia del pensador florentino, según la cual siempre es deseable formar un ejército propio y nunca comprar un ejército mercenario, porque de este último se puede esperar que te traicione en la victoria y en la derrota, mientras que el primero estará con vos hasta el final… Todo indica que se ha reducido la política al acto electoral, de manera que muchos optan racionalmente por hacer política sólo durante la campaña, lo que motiva la queja vecinal: ¡los políticos sólo aparecen cuando hay elecciones! Pero estos vecinos también sólo aparecen cuando hay elecciones; el resto del tiempo medran en vidas individuales, inocentes y pálidas.

El método de Hurlingham se define por la búsqueda sistemática de la ultrapolitización social. Resulta de perderle todo el respeto posible a la vieja lógica del acuerdismo entre dirigentes, que goza de un prestigio insólito en la prensa. Establezcamos una certeza final: “acordar” es algo que hacemos cuando no podemos sumar militantes; cuando la voluntad del otro se revela, de momento al menos, impermeable, inconducible. Sólo hay acuerdos con aquello que no conducimos. Por lo tanto, sólo hay que acordar cuando, ante una acción inminente, se agotó la posibilidad de conducir. Es un contrasentido habitual, pero denunciable, que la política se tenga que basar siempre en acuerdos entre dirigentes y bases, entre el candidato que promete y el elector que espera. Se llama a esto “contrato electoral”. Se entiende, pero no puede agotar el campo de la innovación militante, que requiere siempre de la confianza, no de un contrato. La militancia no busca representar al otro mejor o peor, busca que se presente, busca que haga política más tiempo que un domingo cada dos años, busca que la política dure. Por tal motivo, la política militante no se define por el acuerdo, sino por la construcción, es decir, por la organización, es decir, por la conducción. Por eso no hay que dejar de hacer el esfuerzo de que todos se sumen al método. Por difícil que sea. No hay que ceder a la tentación del camino corto, es decir, del acuerdismo. El camino corto no lleva muy lejos. El método no es sólo superior espiritualmente, sino que también es mil veces más eficaz –y mil veces más barato. De hecho, a raíz de la mímesis entre método y objetivo, a veces la militancia organizada funciona casi mágicamente: se trata, en definitiva, de militar para militar. El margen de error de nuestras decisiones decrece mucho, porque el fin es lo mismo que los medios, de manera que cuando empezamos a caminar hacia el objetivo, en cierto sentido ya hemos llegado. Diremos también que militar y conducir es lo mismo: el método termina en la formación porque conducir es un arte que debe aprenderse, y dejarse conducir es un arte supremo, la humildad máxima, la deposición del individualismo, la desconfianza, la competencia, la victimización –en fin, de todo aquello que nos vuelve fastidiosos, narcisistas, indignos. Probablemente las cuestiones de método reaparecen toda vez que la política emancipatoria toma impulso; aprender de los errores, corregir, pulir, volver a equivocarse, volver a pulir, son los verbos más importantes de la militancia y la foto de Hurlingham los incluye como su pasado inmediato. Como suele decir Máximo Kirchner, no hay apellidos milagrosos. Todo tiene que construirse cada vez. Un método es una historia de construcción anónima, concentrada, ofrecida a cualquiera, para ser mejorada –porque mejorar es todo, y transformar el mundo sería mejorar el método.