Ecos de una política atrofiada: ¿Cuándo dejamos de escuchar?

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    Foto: Kaloian Santos
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Ecos de una política atrofiada: ¿Cuándo dejamos de escuchar?

23 Enero 2024

No escuchamos. No queremos, no podemos. No escuchamos. Pero hablamos, eso sí, decimos, muchísimo decimos, decimos obedientes a esta baba que algunos crédulos insisten en llamar realidad política. Amorfos, sin tono ni gracia. Pero decimos. Ante el espejo astillado e irregular que es la historia, nos basta eludir el primer manchón de barro para devolvernos asépticos, morales, justos. Se vino el temporal. Y nosotros lo dijimos. Todo lo dijimos. Esto y aquello. Allá y acá. Porque conocemos: esto y aquello. Porque caminamos. Nosotros, los conscientes, de esto y aquello, sabedores, de esto y aquello, avisamos. Nosotros, los buenos, la cantamos.

Ahora bien, si a juzgar por los años de dicha de nuestro país el objeto de la política es, en definitiva, hacer escuchar como discurso lo que antes se escuchaba como grito, ¿a qué tipo de política asistimos? ¿Cómo llegamos hasta acá?

Sin embargo, tres escenas, tres imágenes, tres síntomas que advierten a una clase dirigente ventrílocua y opaca que no advierte por ventrílocua y opaca y que además, a ojos de todos, risas de todos, se arroga vaya a saber qué saber. Tres escenas, tres imágenes que quitan el velo e irrumpen para pintar el reverso de lo político, todo aquello que realmente hace a la cosa pero que a ojos de un tiempo impotente se configuran como meros lunares de la superficie.

Primera

Son las seis, siete de la tarde. Quizás siete y media. No importa. Lo cierto es que el sol cae en Presidente Perón y una familia que aguantó seis días en la toma de tierras de Guernica vuelve a su casa y contempla la ampliación en dos de sus habitaciones. Quien se acerca, dispuesto a responder algunas preguntas ante una cámara, es el padre. Darío. Es peón en la construcción y está a nada de ocupar el rango de maestro mayor de obras. Tiene cuarenta y dos años y cuatro hijos.

Preguntamos. Darío responde, la mirada esquiva y a la vez severa. Lo que pasa, sabés, es que lo único que nos llegan son palabras. Palabras, palabras, palabras. ¿Vos te pensás que es lindo ver a tus nenes cagando en el barro? Pero nada más había palabras, antes, sólo palabras, y si nada más hay palabras a nosotros no nos queda otra, porque la mesa no se llena con eso, con palabras, ¿entendés? Te dan ganas de matar a alguien, ¿me entendés lo que es?

Preguntamos. Que la palabra, si su palabra, cree que vale. ¿Eh? Pero qué va a valer. Acá no vale la palabra, acá vale lo que se hace con las manos, lo que hago yo con estas manos, ¿ves?, con estas, mirá cómo están. A las palabras se las lleva el viento, o son para Dios… o para el Diablo, depende quién las diga.

¿De qué hablamos cuando hablamos de cuadro político? ¿De qué puede ser posible un cuadro que se reconozca como tal en esta política, en este entramado de catalizadores cuanto menos rengos?

¿No será que, como señala Agamben en Qué es lo contemporáneo, quienes coinciden de una manera demasiado plena con la época, quienes concuerdan perfectamente con ella, no son contemporáneos ya que, por esta precisa razón, no consiguen verla, no pueden mantener su mirada fija en ella?

Lo que nos queda pensar es qué sería, hoy, coincidir plenamente con la época.

Y es justamente en ese sentido que urge preguntarnos: ¿Hasta cuándo vamos a permanecer así, insustanciales, testigos impotentes de la propia experiencia, cómodos en la indeterminación, hijos imbéciles de la consigna de la consigna de la consigna, de la consigna imbécil de una realidad anestesiada, y por tanto agobiante, de la espera no como repliegue estratégico sino como pulso, como norma de acción?

Segunda

Volvemos en ruta, de La Plata a nuestra ciudad. Ya habremos superado, quizás, las treinta idas y vueltas de ciudad a ciudad. Viajamos en una camioneta que ya muestra sus achaques, crujidos en el tren delantero, neumáticos prácticamente lisos. La aguja señala 160 kilómetros por hora. Quien maneja, habla. Comúnmente es el que habla, el que modera el diálogo, un poco por costumbre y otro poco por aburrimiento. Habla, en este caso, y no es la excepción, del neoliberalismo. Lo piensa, o eso intenta. Pero lo habla, sobre todo, lo habla por todo lados, al neoliberalismo, ¿no?

Mientras, me cuenta: que está desesperado porque en los últimos dos meses vio una vez a sus hijas, que en la semana logró conciliar el sueño sin ansiolíticos sólo una vez, que está “a punto de arrancarle la cabeza” a su jefe por su violencia simbólica, que andar “en esta chata a 170 no es drama, aparte ya no aguanto más esto de ir y venir, quiero llegar ya”, que cuando quiere tener reuniones importantes en su oficina tiene que levantar el volumen de los parlantes para que no escuchen los de la oficina de al lado, que desde que se fue a vivir a La Plata no tiene una erección sostenida, que la carne le cae mal, siempre le cae mal. Y mientras, también, claro, habla, nunca deja de hablar, habla de ellos, de los del otro lado, de todo el mal que incuban; de ellos, los neoliberales.

Así como en Spinoza, y deudor de una escuela que bien podría ver sus inicios en el pensador holandés, la lucidez del filósofo argentino León Rozitchner estriba, en gran medida, en la facilidad con que su obra nos inscribe en un terreno de autoconocimiento pleno de nuestros afectos; léase en su contexto: de plena revelación del terror que traza y modera los alcances de nuestras subjetividades; sobre todo, claro, si pensamos en sociedades como la argentina, con generaciones militantes e intelectuales tan próximas al horror de una última dictadura que aún hoy, y en este momento, desde ya, más que nunca, encuentra asidero en terminales democráticas, y por tanto una extática y revitalizada (si es que podemos hablar en términos de vitalismo de esta cosa horrorosa que gestó Milei) resignificación.

¿Qué hemos hecho, hasta acá, con la potencia de la que somos portadores? ¿Hasta dónde somos capaces de llegar, qué madriguera somos capaces de iluminar? ¿Qué es lo que, efectivamente, puede nuestro cuerpo, hoy, acá, en Latinoamérica, en esta Argentina? ¿Cómo pensar, hoy, acá, en un cuerpo colectivo? ¿Se puede advertir, en alguna de las formas de la militancias actuales, algún cuerpo colectivo? ¿De qué manera dar con una nueva unidad, una nueva síntesis sin que eso suponga una instancia represiva de las distintas singularidades que se pretendan aunar? ¿Cuál de todos los gritos que componen el entramado narrativo social estamos en condiciones de advertir para, a partir de ese primer movimiento, convertir en discurso, para, luego, en performance, para, luego, en institución?

Tercera

Será viernes o sábado y estamos en un café. Será marzo, abril quizás, de 2023. La entrevista que tendrá lugar en minutos, finalmente, no saldrá a la luz. Quien se dispone a responder es un reconocido empresario de la industria pesquera. Joven, el empresario en cuestión, al menos para el promedio de sus pares. Que se presta, supo decir, para responder lo que sea; que piensa en un empresariado a tono con un programa de país, también supo decir; que los empresarios, en este país, y de los demás países no te puedo hablar porque no conozco mucho, la verdad, pero que los de este país somos hijos del rigor, que tenés que poronguearnos, ¿me seguís?, poronguearnos; que después van a llorar, pero que es la única manera de hacer algo más o menos digno, esa fue la expresión, más o menos digno; si nosotros ya tenemos todo, y las reglas están para nosotros, y la Justicia, y los contactos, ¿vos ves que todo está para nosotros?; entonces cómo no te vas a sentar y vas a tener lo que hay que tener; que ya en el mundo hay casos de sobra, que a nosotros nos tenés que poner a raya, y ahí todo va a funcionar mejor; y mirá que te lo digo yo que estoy de este lado, ¿me seguís, pibe?, porque sino es cualquier cosa esto; si total nosotros, nosotros vamos a ganar, a seguir ganando, y mis pibes no van a tener que levantar bolsas al hombro para comer; es muy clarita la ecuación, ¿me seguís?, poné lo que hay que poner y acomodás este país de locos.

Un país de locos. En él, la necesidad de una clase dirigente que encuentre en la locura menos un corolario del síntoma que una oportunidad para la toma de decisiones. La locura como instancia última de decisión, de real decisión, de audacia y creatividad, de impugnación de esa buena conciencia que nos han legado estos tiempos anestesiados, anodinos, deprimidos. Ir por ese orden trastornado, en palabras de Eduardo Rinesi, y comprender, como lo hizo Perón (en algo que se puede verificar en la correspondencia con Cooke), que no habrá destino posible si no hay hombres y mujeres de destino, y que estos hombres y mujeres de destino no se descubrirán en tanto no habiten el caos, la locura, y perciban estos estadios como instancias irreductibles e indispensables para una política que se pretenda emancipatoria.

Ahora bien, si a juzgar por los años de dicha de nuestro país el objeto de la política es, en definitiva, hacer escuchar como discurso lo que antes se escuchaba como grito, ¿a qué tipo de política asistimos? ¿Cómo llegamos hasta acá?
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