Silvia Schwarzböck: “La postdictadura, aún con mayor justicia social, nunca terminó”

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Silvia Schwarzböck: “La postdictadura, aún con mayor justicia social, nunca terminó”

12 Noviembre 2016

Por Juan Manuel Ciucci

APU: ¿Cómo surge el libro? ¿Por qué pensar la postdictadura desde los espantos?

Silvia Schwarzböck: El libro surge, como objeto imaginario, de una propuesta de los editores, Gabriel D´Iorio y Diego Caramés. Ellos habían pensado una colección, dentro de la editorial Las cuarenta, con los mismos temas de El río sin orillas, la revista que editan desde 2007: filosofía, política y cultura argentinas. Cuando nos encontramos para hablar del libro, ahora como objeto real, les digo que ya tengo el subtítulo: Estética y postdictadura. Los espantos, el título (un sustantivo en plural, que evoca, de algún modo, lo largo de la larga postdictadura), recién surge cuando me pongo a escribir, entre febrero y julio de 2015. En un momento, en el que justo no estoy escribiendo, recuerdo la frase “Son espantos. No los mires y se van”, que la tía Lala [María Vaner] le dice a su sobrina Vero [María Onetto] en una escena de La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel. Esa frase me pareció, desde la primera vez que vi la película, en 2008, el enigma de un enigma. La tía Lala, en las dos escenas en las que aparece, está mostrada como una esfinge gagá. Sus enigmas, aunque están dichos con sorna, se dirigen a mujeres sin cabeza, a mujeres como ella (o que van a ser como ella cuando sean más viejas, como es el caso de sus sobrinas), mujeres que, por su posición social, no necesitan usar la cabeza (es decir, pensar): una mujer sin cabeza (Lala) le habla a otra mujer sin cabeza (Vero), una mujer sin revuelta le habla a otra mujer sin revuelta, mientras lxs espectadorxs (con la mediación de la cámara), no podemos ver lo que ellas ven. Así y todo, Lala, siendo una soberana antigua, además de loca, dice “a mí me hubiera gustado más lo moderno”. Lo fascinante, en La mujer sin cabeza, es la absoluta falta de glamour con que se muestra a una familia poderosa. Eso la hace aún más enigmática.

La figura de “los espantos”, como lo que queda (impune) de la dictadura pero no se reduce a ella (porque la precede), pude empezar a pensarla –me doy cuenta ahora- a partir de la revisión, una vez más, de La mujer sin cabeza. Pensar la postdictadura desde los espantos era, partiendo de esa película, pensarla desde la estética. Y eso me obligaba a reformular, sí o sí, no sólo el punto de vista sobre la postdictadura (que parece, a esta altura, una categoría obvia, institucionalizada, convertida en léxico burocrático dentro de los trabajos académicos o periodísticos), sino el punto de vista sobre la estética. La estética es, injustamente, una disciplina considerada menor entre las disciplinas filosóficas contemporáneas. Eso se debe, entre otras cosas, a su subsunción al sistema institucional del arte, en calidad de proveedora de conceptos. Después de sus dos momentos de gloria filosófica, con el idealismo (de Kant a Hegel) y con el materialismo (de Lukács a Adorno), la estética se convierte, en las últimas décadas del siglo XX, en una disciplina sin objeto, que toma sus objetos, a modo de préstamo, del sistema institucional del arte y se los devuelve tal como él espera “conceptualizados”. Cuando esta relación doblemente provechosa se profesionaliza de manera completa, la estética queda subsumida, como proveedora de conceptos, al sistema institucional del arte. Pero la estética puede emanciparse de esta subsunción gozosa, que le da poder y prestigio fuera de los límites de la filosofía. Liberada de su condición cortesana, no sólo es capaz de pensar, como problemas de una imaginación ampliada, objetos, imágenes y textos que exceden los límites del arte contemporáneo, sino de reescribir la historia reciente a partir de ellos. Ése es, para mí, el caso de los espantos.

Los espantos, por pertenecer al género de terror, piden a la estética para ser leídos. Lo que en democracia no se puede concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello de ella que se vuelve representable, en lugar de irrepresentable, como postdictadura: la victoria de su proyecto económico / la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias / la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible. El terror postdictatorial argentino (incluso cuando representa a la dictadura como el Mal Absoluto) no es un terror que utilice, todavía, el lenguaje negativo post Auschwitz, el lenguaje de lo indecible. Es un terror que adopta un lenguaje protoexplícito, en el que la hiperproductividad discursiva de los vencidos contrasta, ostensiblemente, con el silencio de los vencedores.

APU: ¿Por qué pensar desde la Estética a las organizaciones revolucionarias (y el pensamiento) del ´70?

SS: Porque la estética permite pensar de qué manera, a través de un tipo de juicio (el juicio sobre lo sublime), alguien se representa, en una situación concreta, lo irrepresentable. El juicio sobre lo sublime es el juicio sobre aquello que el sujeto es incapaz de representarse como objeto, pero sí es capaz de experimentarlo, como algo ilimitado, en el modo del sentimiento. De ahí que no haya, en este tipo de juicios, conocimiento empírico. No se puede saber si el juicio sobre lo sublime es verdadero o falso porque el objeto de ese juicio es un no objeto: algo ilimitado, algo que no puede entrar en los códigos de la representación figurativa. Las organizaciones revolucionarias de los años 70 –y el pensamiento revolucionario de aquel momento histórico, donde no se admitía que alguien fuera un revolucionario de salón- se relacionaban con el Pueblo –sostiene mi libro- a través de este tipo de juicio, propio de la modernidad estética (no hay que olvidar que la idea de revolución, igual que la idea de comunismo, está atada a una concepción moderna de la racionalidad). El Pueblo irrepresentable, para un revolucionario argentino de la década del setenta, es el portador de la vida verdadera, de la vida a la que aspiraba la vida de izquierda. Por eso hablo de Pueblo irrepresentable (el Pueblo al que se dirigen, por ejemplo, los comunicados de Montoneros) y de Pueblo representado (el Pueblo vuelto número, un número que puede decidir, en 1973, el triunfo del FREJULI y, en 1995, la reelección a Menem).

Todo revolucionario argentino, a comienzos de la década del setenta, habla en nombre de otra vida que la vida de derecha: la vida verdadera, la vida que le atribuye al Pueblo, al Pueblo irrepresentable, no al Pueblo representado. La relación entre el revolucionario y el Pueblo, en un contexto así, no está mediada por un juicio de conocimiento (un juicio que podría ser falsado, si el Pueblo no se diera a la presencia), sino por un juicio estético en el que el Pueblo, como portador de la vida verdadera, no necesita aparecerse como objeto, porque el objeto de ese juicio es un no objeto: el Pueblo irrepresentable, no el Pueblo representado. La no verdad (es decir, la perspectiva del juicio estético), aplicada al juicio de quien cree cercana la vida verdadera, impide hablar de error. Quien quiere instaurar un orden social verdadero siempre parte de la no verdad: la vida de derecha, que es lo único que conoce. Todo lo que no conoce (la vida de izquierda, por la cual se llegaría a la vida verdadera) lo experimenta como placer dentro de un juicio estético. En el lugar del conocimiento aparece el placer, el placer ante una presencia suprasensible, la del Pueblo irrepresentable. Esa experiencia placentera anticiparía, con su intensidad, la victoria. Ahora bien: así como las organizaciones revolucionarias son un objeto de la estética por su experiencia de lo irrepresentable, también lo es lo que ellas, cuando triunfaran, harían dejar de existir: los espantos. Al no triunfar la revolución, los espantos permanecen.

APU: ¿Por qué habla de una “victoria disfrazada de derrota” por parte de la dictadura?

SS: En el primer capítulo de Los espantos (“Estética y derrota”), mi idea era no repetir, como si fuera un axioma, la tesis de Fogwill (“los vencedores callan / los perdedores piensan, narran”, publicada en la revista El Porteño en 1984), sino pensarla, es decir, pensarla en 2015. Mi pregunta frente a esa tesis era: ¿cómo se hace para que una victoria (la victoria de la entente banquero-oligárquico-multinacional, como les llama Fogwill a los vencedores) se disfrace de derrota? Si la victoria de los vencedores no puede ser pensada ni narrada por ellos no es una victoria, sino una victoria disfrazada de derrota: el poder económico al que los represores sirvieron, para poder continuar vigente, debe permanecer callado. En 2015 esto está más claro que en 1984, desde ya. Ahora bien, cuando los vencidos narran la derrota que los vencedores no pueden narrar como victoria, no pueden, de ningún modo, disfrazarla de victoria. La victoria, en cambio, sí puede disfrazarse de derrota cuando los vencedores deciden, indefinidamente, callar. Para eso, para que el silencio de los vencedores se disfrace de derrota, la vida cultural bajo la dictadura (como cultura no oficial, como contracultura, como cultura subterránea) debe ser considerada, a partir de 1984, cultura protodemocrática. De la dictadura, a partir de ese momento, sólo se puede pensar –y narrar- el campo de concentración. De las organizaciones revolucionarias, a su vez, sólo se puede pensar –y narrar- la desaparición de sus miembros. La cultura de las catacumbas, en lo que tenía de vida resistente, no se le puede atribuir a la dictadura: no se puede decir “este es arte de la dictadura”, aunque hubiera arte bajo la dictadura, “este es el rock de la dictadura”, aunque hubiera rock, “estas son las fiestas de la dictadura”, aunque hubiera fiestas. A la victoria de la dictadura le tiene que corresponder, para que parezca una derrota, el silencio absoluto. Si bajo la dictadura sólo había terror, si nadie quiere recordar esos años y, si los recuerda, lo hace bajo la figura del campo de concentración (como se ve en las películas ambientadas en la dictadura, que empiezan a filmarse en 1984), la victoria de los vencedores queda disfrazada de derrota.

APU: ¿Qué cambios se han dado para que los campos de concentración y las torturas antes permanecieran ocultas y en la actualidad funcionen desde su “explicitud”, como en Guantánamo o Irak?

SS: El Estado, tras deshacerse del fantasma del comunismo, no necesita ocultar, para producir terror, su clandestinidad estructural, la racionalidad nocturna que es la otra mitad de su racionalidad diurna. Por eso la deja ver. Y la deja ver en imágenes superficiales, que se pueden guardar fuera del cerebro, en memorias portátiles, después de haberlas compartido e, incluso, comentado, con personas mayormente desconocidas. En la posguerra fría, incluso el campo de concentración entra en el régimen de lo explícito. Y su modelo, en poco tiempo, pasa a ser, Guantánamo, un lugar del que se sabe de su clandestinidad sobre todo por las imágenes. Clandestinidad y explicitud, en el campo de concentración contemporáneo, se convierten en un solo concepto. La exhibición de imágenes de la tortura es parte intrínseca de la tortura. En una guerra pensada como infinita –como llamó Bush a la guerra contra el Terror-, la conquista de la voluntad de la población civil, como conquista de la opinión pública más amplia posible, no necesita de la censura de las imágenes concentracionarias ni, mucho menos, de construir el discurso del otro (al que se considera un otro absoluto) como un discurso subversivo. Durante la guerra fría, en cambio, el exterminio del enemigo no formaba parte de una guerra infinita, sino de una guerra después de cuyo fin empezaría la paz (es decir, la vida de derecha como la única vida posible). Si el campo de concentración puede ser denunciado a través de las imágenes, la denuncia, por el solo hecho de que no desaparezca quien la hace, revela no sólo que la institucionalidad de la que forma parte la desaparición de personas se considera a sí misma una institucionalidad democrática, sino que el funcionamiento de la democracia misma, para su propia desgracia, es compatible con la desaparición de personas, como sucede, por ejemplo, con la trata de mujeres con fines de explotación sexual.

APU: ¿Qué diferencias encuentra entre el discurso del “retorno” a la democracia del alfonsinismo, y la idea de un “comienzo” que indica se da desde 2003?

SS: La idea de retorno está asociada a la de democracia, porque la democracia se entiende, de 1984 hasta hoy, como no verdad, como discurso, como conflicto entre las interpretaciones. Se parte, para sostener esta idea de democracia, de que no existe un comienzo ni un fundamento último para la vida en común. La vida en común es un sistema de signos. Y los signos son estructuralmente ambiguos. Cada signo es una interpretación de otra interpretación. Esta interpretación infinita, entonces, es la democracia. La democracia es siempre retorno a (o de) la democracia. Nunca podría haber sido comienzo. No se considera un déficit a esa falta de comienzo.

La idea de un comienzo, a partir de 2003, no está asociada a la idea de democracia, sino a la idea de Estado o, mejor dicho, a la expectativa de poder reiniciar el Estado. Esa expectativa se crea, concretamente, a partir de un giro político en relación a la impunidad: la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida sancionadas por Alfonsín y de los indultos de Menem a los ex comandantes de las juntas militares. Ese giro crea una expectativa inédita en relación al Estado, una expectativa que se desvanece no sólo con la desaparición de Julio López, en 2006, y su no esclarecimiento hasta hoy, sino por la impunidad en la que permanecen, en proporción a su poder económico, los responsables civiles de la dictadura. Bajo el menemismo, los tres poderes del Estado, no sólo el Ejecutivo, hicieron explícita, en lugar de pública, la dimensión secreta de la política. Actuaban como si, para gobernar, bastara con el pacto entre poderosos, en el que se decide, precisamente, a quiénes no se va incluir en el pacto. La larga década menemista (una década que duró doce años: de 1989 a diciembre de 2001) enseñó de manera indeleble, con su estética explícita, no sólo hasta qué punto los vencedores de la dictadura se volvieron, en poco tiempo, compatibles con la democracia, sino con qué grado de eficacia la democracia misma, al autoconcebirse como no verdad, permite que, cuando un ismo se agota, otro lo reemplace sin fisuras, es decir, sin que se altere la estructura económica. La postdictadura, en este sentido, aún con mayor justicia social, nunca terminó.