Los matrimonios de los Sade

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Los matrimonios de los Sade

09 Febrero 2020

Por Daniel Mundo

 

Este verano me propuse estudiar al famoso Marqués de Sade. ¿Quién no sabe quién fue el Marqués de Sade? Pero bueno, en cuanto leí un par de biografías (y logré olvidar lo que los Blanchot, los Bataille, los Barthes y otros de su calaña habían escrito sobre él) me di cuenta que no sabía nada o casi nada sobre nuestro pensador. En este textito voy a contar cómo y por qué su papá se casó con Marie-Eléonore de Maillé de Carman, la mamá de Sade. No me interesa hacer un análisis causal y psi de su formación, y decir que Sade fue lo que fue porque sus papás no lo quisieron o algo por el estilo. No, no lo quisieron (su hijo tampoco lo querría, e hizo todo lo posible para destruir su obra y que el Marqués la pasase lo peor posible). Lo que me interesa es simplemente contar esta anécdota del matrimonio de los padres de Sade, que es muy graciosa y más triste todavía.

Para empezar, un dato que me llamó la atención, por absurdo que parezca: el autor más blasfemo e irrespetuoso que jamás haya existido tuvo hasta el final de sus días un extraño sentimiento, sintió y reivindicó en algunas cartas que él nunca había "ofendido la santidad del matrimonio"; pues sólo una vez había cometido adulterio y tenido sexo con una mujer casada. Él, el maestro inigualable de la abominación sexual, el profeta del crimen, parece que respetaba los mandatos matrimoniales. No los de su esposa, obviamente. Como sea, el Marqués de Sade sólo tenía sexo con prostitutas, bailarinas, cantantes, actrices, sirvientas jóvenes y su mujer oficial, Renée-Pélagie de Montreuil (vale la aclaración que en el siglo XVIII francés ser actriz, bailarina o cantante servía como pantalla para ocultar la auténtica profesión). El padre de Sade, en cambio, el conde Jean-Baptiste de Sade, si bien se autopercibía como libertino (tal vez lo fuera, por lo menos hasta cierta edad), en el fondo concebía la sexualidad como un mecanismo eficiente para ascender socialmente. Podría decirse que elegía a sus "víctimas" de acuerdo a sus intereses. ¿Víctimas? Bueno, no, la verdad que no. Aunque me cuesta aceptarlo debo decir que por lo que leí hasta el momento las mujeres cortesanas del siglo XVIII tenían tanto poder como por ejemplo lo tienen las actrices de la tele en la sociedad del espectáculo. No eran mujeres sometidas ni reprimidas, para nada. Sus vidas eran increíblemente promiscuas. La idea de fidelidad amorosa casi no existía, o existía en otras capas sociales. Sin ir muy lejos, basta pensar que Luis XV tenía una amante oficial, Madame de Pompadour, que en 1753 creó un prostíbulo "privado" para usufructo del rey, la famosa Casa de los Ciervos, con una población de mujeres que iban de los 14 hasta los 16 años, más o menos, y que se renovaba cada quince días aproximadamente (la edad de las chicas se debía a que Luis XV estaba aterrorizado de contraer la sífilis y que por lo tanto quería que sus amantes fueran “a estrenar”). ¿La reina? Haciendo reinadas, seguro. Por otro lado, la verdad es J-B no sólo se acostaba con mujeres de la corte, pues como era también usual entre los libertinos de esa época, J-B era bisexual (no me gusta la palabra bisexual, pero bueno, la dejo porque con ella se entiende clarito lo que quiero decir). De hecho, estuvo preso una vez por ello, varios años antes del nacimiento de su rebelde hijo, en la primavera de 1730. La cosa fue así. No me equivocaría mucho si digo que el jardín de las Tullerías era algo equivalente a lo que hoy es, en CABA, los lagos de Palermo después de las nueve de la noche. Allí se dirigían los señores de la corte y los burgueses acomodados (y los no-acomodados también) en búsqueda de alguna escaramuza sexual. Tenían un par de opciones: o el Señor se las/os llevaba a los que ofrecían allí sus servicios sexuales a alguna "casita" propia, para lo cual había que tener un lugar preparado para tal fin y dinero para costearlo; o se podía tener sexo allí, en el mismo parque, entre los arbustos. Una tardecita J-B deambulaba sin duda de casualidad por las Tullerías cuando vio a un muchachito de lo más simpático. Se le acercó, le habrá propuesto alguna actividad y arreglado el costo de la transacción cuando fue abordado por un comando policial: el muchachito en cuestión era una ¨mosca¨, un delator. No se sabe a ciencia cierta si fue el azar o si en realidad el rey lo había mandado vigilar, la cosa es que J-B terminó en prisión. Su familia debió salir a socorrerlo. Mala suerte. Lo cierto es que más allá de la confusión general que reinaba en esos años en lo que respecta a los hábitos sexuales, y más allá también de la búsqueda exacerbada de placer que caracterizó al siglo XVIII francés (cuyos efectos todavía nosotros estamos pagando), además es cierto que el sexo se consideraba como uno de los mecanismos más eficientes para lograr el ascenso social. El sexo, no el amor. De hecho, estaba bastante mal visto en esas altas esferas de la sociedad que los espesos se guardaran algún tipo de cariño, pues por lo general los matrimonios eran contratos que suscribían familias enteras, no dos almas autónomas que hubieran sido heridas con los flechazos del regordete Eros. Me arriesgaría a decir que el amor tal como lo imaginamos y lo vivimos nosotros no existía, y que existían unas prácticas sexuales que incluso para nosotros hoy resultan chocantes y muy raras. Sin ir muy lejos, nuestro "divino" Marqués (como lo caracterizó espectacularmente G. Apollinaire hará más o menos un siglo), por ejemplo, recién conocería a la que sería su mujer el día anterior a la boda. Un día antes no era lo usual, es verdad, pero tampoco era que ese conocimiento fuera importante para que la boda se concretara o no: había que someterse a los designios y necesidades familiares. El matrimonio de Donatien Alphonse François de Sade (sobre el nombre de Sade voy a escribir algún día algo), de hecho, corrió riesgos de no consumarse porque Sade estaba enamorado de una chica de sus pagos y se negaba a viajar a la capital para casarse con una desconocida. Finalmente tuvo que subordinarse a las órdenes de su padre y a las costumbres de la época. Llegó a la capital con melocotones y alcachofas que le habían pedido que trajera, porque los de Provenza eran muy sabrosos, y era lo que solía comerse en las bodas, como hoy se come pata-y-muslo al champiñón. Sin embargo, y por extraño que suene, en el matrimonio el Marqués tuvo más suerte que el conde, su padre. Bueno, suerte lo que se dice suerte no tuvo con la suegra que le tocó, pero esa relación no puede ser incluida en este texto: hay libros enteros escritos sobre ella. Tampoco esta suerte se manifestó en la belleza de su esposa, parece, pues incluso su mamá, la súper poderosa Presidenta de Montreuil, escribió a J-B diciéndole que lo que su hija no tenía de agraciada seguro lo compensaría con la alegría de pertenecer a la honorable familia a la que ingresaba —no hay retratos de ella ni del Marqués, por loco que suene esto; tenemos una vaga idea de su fisonomía, pero nada segura. Lo que sí se puede decir es que fue una esposa fiel, que amó incondicionalmente al Marqués, que se adaptó de alguna manera a sus gustos y que lo defendió con ardor hasta en situaciones muy comprometidas. Hasta que se le acabó la energía o la realidad la arrolló, pero bueno, eso fue dos décadas más tarde. Como sea, durante muchos años Pélagie, como se la suele llamar, soportó las correrías y los escándalos del Marqués, su marido.

Foto del padre del Marqués de Sade

No tengo espacio acá para contarlo, pero Sade logró, no sé cómo, que varias mujeres se comprometieran de esta manera íntima y fiel con él, incluso cuando estaba preso. Lo cierto es que al papá de Sade no le ocurrió nada parecido. J-B se casó con una mujer insulsa y mojigata que pasó gran parte de su vida enclaustrada en un convento. Ésta es la historia que quería contar. Es desopilante y tristísima. Todo empezó por la que sería la segunda esposa del príncipe de Condé, protector de J-B, y personaje mal visto y temido por sus iguales. El príncipe de Condé medio como que apadrinó al conde de Sade. Pero el conde de Sade no tenía olfato, su ambición lo superaba. Las familias nobles y aristocráticas del Antiguo Régimen tardaban en esa época de decadencia general entre dos y cuatro generaciones en terminar de arruinarse, pues la red social y las relaciones elementales de intercambio familiar amortiguaban la incompetencia de los cortesanos para adaptarse a los cambios acelerados por el incipiente capitalismo. Se vuelve notorio, entonces, que el papá de Sade haya logrado la ruina en una sola vida, la suya. Como sea, el conde vivía en la casa del príncipe y gozaba de sus beneficios (en esa casa se criaría Sade hasta los cuatro o cinco años; estaba ubicada en lo que hoy es el Parque de Luxemburgo). Por diversos motivos, entre ellos sus exacerbados celos, el príncipe puso un cuidado especial para que nadie intimara mucho con su nueva esposa, una hermosa princesa alemana de 15 años. Echó a todas las personas que podían acercarse a su mujer. La chica, obviamente, y las dificultades para acceder a ella, enloquecieron a J-B, que planeó una estrategia sutil para conquistarla: se casaría con una de las damas de compañía de la joven princesa, de hecho, la única dama de compañía que permanecería a su lado luego de las purgas que el príncipe llevó a cabo con el objetivo de vigilar a su hermosa esposa. Hasta acá, todo salió a pedir de boca del conde. Es más, la noche de bodas, la noche en la que J-B desfloraría a la que sería la mamá de nuestro héroe, la joven princesa estaría acompañando en la cabecera de la cama a su dama de compañía, observando toda la escena. Parece ficción, pero es real. J-B estaba en su salsa. Unos días después del acontecimiento le escribió a su hermano que la presencia de la jovencita había incrementado desenfrenadamente su voluptuosidad sexual, cuya satisfacción final, según confiesa, trató de retrasar todo lo posible. Esta escena creo que ilustra bastante bien las capacidades seductoras y la miopía social que caracterizaban al papá de Sade. Cuando el príncipe descubrió todas estas artimañas, expulsó al conde. De allí en más su posición social y económica se fue precarizando progresivamente hasta terminar en la ruina. El matrimonio de Donatien se concretó teniendo como horizonte esta situación. Por supuesto, que Donatien se haya casado con una familia de nuevos ricos que querían ascender en la escala social no logró ni revertir ni detener la caída. De hecho, sus hábitos libertinos (esta palabrita, libertinos, merece ser tomada con muchísimo cuidado, pues todavía no está muy bien delimitada en el campo filosófico) acelerarían el derrumbe y lo expondrían en toda su salvaje desnudez a los distintos poderes que regían Francia en ese momento.

Para mí resulta cada vez más evidente que nuestro famosísimo Marqués de Sade no fue una excepción estrafalaria de esa época sino una lupa que agigantó prácticas y costumbres que estaban muy extendidas en los años de la Regencia, los años inmediatamente anteriores al nacimiento de Sade, quizás los únicos años en toda la larga historia de Occidente que compiten con la laxitud sexual, el derrumbe moral y la vehemencia decadente del Bajo Imperio Romano.