La resurrección de Favio

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La resurrección de Favio

03 Junio 2018

Por Nuria Silva

“Lo que no se ha vivido no se puede contar”. Estas palabras no las pronuncia Favio, pero su voz en off (que a lo largo del documental nos llega a través del registro de algunas entrevistas), aunque algo cansada por los años,se alza, sobre la imagen y sobre las diversas criaturas que ha diseminado en nuestro imaginario, como la evidencia más tajante del infinito de su ausencia. Con él se murió todo un universo. Favio es un Creador de barro en mano, misericordioso y taxativo; lo que dice, es, y es lo que dice. Tal vez en su habitual uso del diminutivo al hablar, además del espíritu de un niño que conoció el hambre y el cariño austero,se expresa el de quien lo ve todo desde otra altura, pero sin condescendencias ni superioridad, más bien con comprensión y apasionamiento. Porque él mismo supo ser hijo, barro moldeado a los golpes, que forjó su amor en el amor desamparado de otros como él, y bajo el ala de la Madre Evita, que le dio su primer juguete, y del Padre Perón, que le multiplicó el pan.

Por esto su cine tiene la fuerza de un beso húmedo y rabioso, del choque al momento del abrazo, de la danza del fuego, de la noche aplastante, del sol que envuelve y abrasa. No alcanza con reconocer las virtudes estéticas y técnicas de su cine para decir que a uno “le gusta” el cine de Favio. Analizarlo con distancia científica corrompe su esencia mística; las películas de Favio son la permanencia de un milagro al que asistimos una y otra vez, haciéndonos visible lo inconmensurable.

Las palabras que cito al comienzo son de Zuhair Jury, hermano de Leonardo, artista plástico y coguionista de seis de los ocho largometrajes de Favio: Crónica de un niño solo (1964), El romance del Aniceto y la Francisca (1967), El dependiente (1967), Juan Moreira (1972), Nazareno Cruz y el lobo (1974) y Aniceto (2007). La voz de Zuhair, cuando aparece, pareciera ser una extensión de la de su hermano, lo mismo que su mirada y el sentimiento que describe. Como creadores (insisto en usar esta palabra antes que artista/s por la condición de haber(se) hecho desde la nada, desde el vacío), a ambos les interesa cristalizar la emoción, atraparla para que se vuelva refugio. Pero en cada uno de los entrevistados/testigos puede verse la marca de Leonardo; varios de ellos han quedado inevitablemente suspendidos o atrapados en la cosmogonía del director, reviviendo hasta el llanto la verdad de haberlo conocido y repitiendo las palabras que les fueron dadas.

Alejandro Venturini no filma la crónica de un director, aunque es cierto que se concentra en esta faceta de Favio, pasando muy por arriba su trayectoria como actor y cantante; Leonardo Favio: crónica de un director es el derrotero de un mito que se encarna, de una criatura que creyó en sí misma y se elevó hasta la altura del demiurgo sin haberse desprendido nunca de su infantil (que no ingenua)mirada del mundo y sus aristas. Todo lo que fue vacío, él lo llenó: el silencio de la vida en Luján de Cuyo, Mendoza, debe haber signado la minuciosidad sonora de sus películas, sabiendo cuándo aplacar y cuándo arrebatar los sentidos; la pobre casa con goteras de su niñez se percibe en los ranchos, en los hogares modestos y cálidos que habitan sus personajes, cuyas paredes sucias, repletas de manchas de humedad y descascaradas, son como lienzos de su autenticidad.

Bajo esta lógica pasionaria, sobre la que Favio ha erigido una obra/poesía cinematográfica sublime, barroca y hasta kitsch, Venturini estructura el documental siguiendo un orden más sentimental que cronológico y sin recursos formales que distraigan de lo que se quiere testimoniar.

Es la resurrección y no la muerte de Leonardo lo que cierra el documental. Después de Soñar, soñar (1976), y tras diecisiete años de inactividad y una profunda depresión que no lo movía de la silla que Zuhair describe como nadie (como todo lo que describe), llega a sus manos el proyecto que finalmente dio a luz a una de las películas fundamentales de nuestro cine: Gatica, el mono (1993). Este final, que describe todo el dolor y el amor que rodeó la realización de esta película es, además de la evidencia del milagro, el momento del sacrificio representado por el mismo Edgardo Nieva que detalla, sin reproches ni arrepentimientos, la cirugía a la que se sometió para personificar al boxeador. Esa cara que, habiendo sido tocada por Favio, terminó siendo más Gatica que el propio José (y) María.