Exilios #12: El rubor de los lapachos

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Exilios #12: El rubor de los lapachos

21 Enero 2017

 

Por Alberto Szpunberg

Una tarde, la moza del bar me confesó que, desde muy jovencita, lo suyo había sido la pintura, las tonalidades, la luz, los trazos a veces tan efímeros, es decir, la plasticidad de las formas, la magia del dibujo, y se sonrojó ligeramente, como a trasluz, y se fue, no sé adónde, porque, adonde fuese que fuese, la llevarían sus sueños, que siempre son líneas, transparencias, ángulos infinitos. Al fin y al cabo, lo más extraño que podía ocurrir era lo que acababa de ocurrir: la moza ya no estaba y esa era su manera de estar, de volver a ser otra. Tanto es así que hasta dudé de que alguna vez, hablando de sí misma y su asombro por las témperas y los óleos, esa moza hubiese estado junto a mí, con la paleta, es decir, con la bandeja en la mano y mi café cargado de café y corto de agua, como siempre.

– ¿En jarrito o en tacita?
– Como siempre...

De los lapachos caía una llovizna que allá, al fondo de la calle, incendiaba la tarde. La moza me trajo el café y volvió a hablarme de sus sueños y, desde muy jovencita, del porque sí de la pincelada, la escala cromática, los reflejos más tenues. Yo le aseguré que, si nunca se olvidaba de la luz y la transparencia y la sutileza de las líneas – y le señalé como ejemplo la corteza húmeda de los lapachos –, todo iría bien: conseguiría la beca del Fondo Nacional de las Artes, viajaría a Italia, expondría en París, el MoMA de Nueva York compraría sus obras y, en alguna de sus giras, regresaría a Buenos Aires, sería ampliamente reconocida, más de un diario le haría un reportaje, el periodista afortunado por entrevistarla bien podría ser yo, y así, algún día, en esa misma mesita del mismo bar, otra moza como ella nos traería el café, a vos y a mí, y al reconocerte, te hablaría de sus sueños desde muy jovencita, que, no lo dudo, también se habrían de cumplir.

– ¿Usted cree? – se ruboriza la moza.
– No lo dudes... y te digo más: para ese entonces, más temprano que tarde, todo, hasta la misma vida, todo será igual, pero diferente... Como ocurre con la perspectiva, la sombra, el delicado contraste...

Y tanto es así, que la nueva moza que nos trajo el café empezó también a hablarme de sus sueños: también lo suyo, y también desde muy jovencita, había sido la pintura. Yo le aseguré que, si nunca dejaba que se apaguen los colores que iluminan el aire – y le señalé como ejemplo la textura del lapacho –, todo iría bien: conseguiría la beca, viajaría a Italia, expondría en París, el MoMA de Nueva York compraría sus obras, y en alguna de sus giras, regresaría a Buenos Aires, como quien regresa a otro país, y sería ampliamente reconocida, más de un diario le haría un reportaje, el periodista afortunado por entrevistarla bien podría ser yo, y así fue que ella, ella y no otra, me trajo el café hasta esa misma mesita del mismo bar, y volvió a hablarme de sus sueños que, no lo dudo, también se habrán de cumplir.

– ¿Usted cree? – una nueva moza es la que ahora me pregunta y se ruboriza.
– No lo dudes... y te digo más: para ese entonces, más temprano que tarde, todo, hasta la vida misma, algo tan elemental como la bandeja, es decir, la paleta entre tus manos, todo será igual, pero diferente... Como son la corporeidad de la sombra, el espesor, el punto áureo...

Y tanto, tanto es así que, ni modo, finalmente es así: la moza, única ella como todas las demás que se suceden junto a mi mesa, lleva en sus mejillas el rubor de los lapachos y no es en vano que sus sueños se sonrojen.

– ¿Usted cree? – la nueva moza me pregunta y se ruboriza.
– No lo dudes... y te digo más: para ese entonces, más temprano que tarde, todo, el país entero, hasta la vida misma, todo será igual, pero diferente... Como sucede con el volumen, las líneas de fuga, las proporciones...

La moza tembló ligeramente, como a trasluz, y se fue, sobre una alfombra mágica de flores rojas se fue, no sé hacia dónde se fue, pero adonde fuera que fuese, qué importa, se fue. Yo cierro los ojos y la veo.

– ¿Usted cree?
– No lo dudes... y no es Nueva York ni París ni Roma ni Buenos Aires lo que importa... es el rubor... el rubor de los lapachos......