El conflicto, según Santiago Mitre

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El conflicto, según Santiago Mitre

06 Mayo 2018

Por Leandro Suárez

 

    -¿Entonces qué buscabas?
    - Saber la verdad.
    -¿Eso no debería hacerlo la justicia?
    - Cuando hay pobres en el medio, la justicia no busca la verdad, busca culpables.

Me costó reacomodarme después de un pasaje de tal magnitud, se vuelve difícil reaccionar de forma indiferente ante una línea que te deja tan aturdido como arrodillado frente a una realidad que siempre estuvo allí. Y es que este fragmento del guión de “Paulina- La patota”, largometraje del director y guionista argentino Santiago Mitre, evoca una verdad política irrevocable. Una verdad cuya contundencia es un pilar de hierro en el cual se alza su espectro cinematográfico.
Vemos caer ante nuestros ojos una construcción moral que ahora se nos muestra como absurda e irrisoria. ¿Cómo pudo Mitre pegarle un martillazo letal a nuestra concepción de justicia con un simple diálogo? ¿La condición económica no solo afecta nuestras oportunidades, sino que influye directamente sobre el funcionamiento de un organismo institucional constitutivo de nuestra sociedad como lo es el Poder Judicial y sus ramificaciones? 


“Cuando hay pobres en el medio la justicia no busca la verdad, busca culpables".
Es curioso lo eficiente que puede llegar a ser el poder cuando obra de manera tan invisible y resulta claro que la búsqueda/caza de culpables/pobres, es cada vez más desaforada. La verdad es hasta inútil bajo estos términos. Observamos diariamente el reaccionar plural y atroz, por ejemplo, cuando se logra inmovilizar al que roba un celular. El resultado es una paliza de salvajes dimensiones, aún así, tal fenómeno es catalogado como “justicia por mano propia” por el común de la gente y los medios hegemónicos. El personaje que interpreta Dolores Fonzi en “La Patota”, emisor de la frase en cuestión, es un enemigo de gran nivel que enfrenta a este sentido común del que estamos rodeados constantemente a lo largo de toda la película.
Santiago Mitre como director ha sabido abordar las temáticas sociales y la política desde el lenguaje cinematográfico como casi ningún otro: elaborando mediante recursos dinámicos una elasticidad fantástica, con una gran gama de matices de tensión y distención que nos ofrece una experiencia que unicamente el séptimo arte es capaz de desmantelar. Su filmografía no sólo hace foco en los engranajes internos que el poder mueve dentro de los distintos actores sociales, sino que también retrata al poder como generador de conflictos, conflictos que nos interpelan y que nacen de una lucha de intereses en la cual estamos inmersos sólo por el hecho de ser parte de una sociedad organizada (o casi).


El conflicto es la célula madre del drama, allí es donde coexisten dos o más fuerzas que buscan prevalecer. Tales fuerzas son representadas físicamente por personajes, pero por sobre todo es la forma de ver o poseer al mundo que tales personajes materializan, lo que enmarca el trasfondo filosófico que cada uno de ellos defiende. Es cuando encontramos un punto de identificación o empatía con alguna de las partes, que nos compenetramos en lo que está ocurriendo en la pantalla.


Lo que sucede en la filmografía de Mitre es que esa línea invisible que divide nuestro punto de identificación con el lado opuesto se vuelve muy delgada y hasta puede resquebrajarse, se torna difuso saber con qué debemos empatizar moralmente. Tal tarea se vuelve titánica cuando observamos rasgos conservadores y reaccionarios en los que juegan en nuestro equipo.
En “La cordillera” (2017) estos conflictos se ven reflejados en un ámbito de dimensiones mucho más grandes, donde los actores sociales que disputan el poder tienen características que no solemos conocer a fondo y responsabilidades que imaginamos pero que jamás observamos de cerca. Al tener involucrados dirigentes de distintas naciones y de enorme representatividad podríamos pensar que el eje cambia, que se relaciona más con la soberanía política y con la independencia económica como intereses de base. Pero el conflicto central aquí sigue estando a niveles íntimos y de fuerzas internas que inciden en el accionar de los protagonistas. Es curioso observar cómo el punto de empatía vuelve a tomarnos dentro de los conflictos familiares y de índole sentimental, cuando paralelamente se deciden cuestiones de estado de magnitudes superiores que pueden afectar a millones de vidas.


Pero no sólo obran fuerzas visibles en la composición dramática de las películas de Mitre. También es frecuente encontrar figuras tácitas sin representaciones físicas que juegan un papel decisivo en el escenario narrativo. Es lo que sucede cuando una amenaza externa e invisible se presenta en el ámbito personal del Presidente Blanco (Ricardo Darín) en “La Cordillera”. Este agente periférico no es más que el novio de su hija, que presenta una denuncia por malversación de fondos que, según se da a entender, es una acusación con raíces verídicas. O en “El estudiante” (2011) donde se habla constantemente de un adversario político involucrado e interesado por las elecciones universitarias que, en ningún momento del film, le conocemos el rostro.
Otra constante en sus películas es la creación de situaciones de intercambio de intereses, o, en otras palabras, la exposición de momentos de negociación en el que los actores políticos están arrojados a un juego psicológico lleno de ambición (en el buen sentido de la palabra, de hecho frecuentemente se deconstruye la connotación negativa de este término). La negociación es un escenario que nutre al guión y es un evento decisivo en la trama. Siempre que en el desarrollo narrativo encontramos una negociación nace de nosotros una atención que como espectadores es vital. Esta atención es un estado de alerta propio sobre la intuición de que es muy posible que exista un quiebre o un giro crucial en la historia.


Santiago Mitre ha logrado en un, relativamente corto tiempo, formar una identidad cinematográfica que lo destaca entre los jóvenes directores de nuestro país, no sólo por sus incisivos planteos morales y éticos, sino por el retrato agudo de una realidad social y política densa, que tiene como elemento principal al conflicto. El conflicto es el punto donde Mitre hace la diferencia. Lo presenta en distintas magnitudes y matices, pero siempre está, desde un electricista que no puede entrar a la casa de gobierno por un problema con el registro de nombres, hasta una mujer enfrentada ferozmente con su padre porque no quiere denunciar al grupo de hombres que la había violado.


Todo cine es político, eso está claro, la cuestión es saber si el vaivén emocional al que nos entregamos mirando un film despierta en nosotros un cuestionamiento que distorsione el sentido común al que estamos expuestos día tras día. En este sentido Mitre logra con creces mover los cimientos de lo establecido, con guiones inteligentes y un desarrollo dramático que se filtra en nuestras construcciones morales y las pone en riesgo escena tras escena.