Compra protegida: ¿Qué ves cuando me ves?

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Compra protegida: ¿Qué ves cuando me ves?

19 Mayo 2019

Por Norman Petrich

 

 

La publicidad callejera está ahí, mezclada entre otras tantas.

La veo casi por el rabillo del ojo y me bastó ese desafectado movimiento para que su entrada en mi campo visual atrapara mi atención.

Casi la dejo pasar pero no: retrocedí y le tomé una foto.

Pertenece a una empresa dedicada a las compras entre usuarios que utilizan su soporte y plataforma virtual para concretar transacciones sin importar las distancias que haya entre las personas que participan.

Compra protegida, dice el texto publicitario, sobre uno pies en punta enguantados en unas zapatillas de marca.

Parece inocente.

Parece sencilla.

Lo que dice parece escueto.

Pero no lo es.

Porque te está diciendo que asegures eso que te ha costado tanto dinero, que no lo dejes a la suerte del mercado y más en un lugar tan poco regulado como es internet, donde puede cambiar de traje y transformarse de la mano invisible en la que se mete en la lata.

Eso directamente

.

Más pesado es el mensaje indirecto.

Ese registro impiadoso, visual, que te grita silenciosamente hasta las zapatillas te chorean, hoy día; están de la cabeza, ni saben lo que hacen. No perdonan nada.

Que hasta eso tenés que cuidar.

¿Cómo consigue el capitalismo a través de su mercado que dice ser libre imponer este discurso donde lo material pica tan alto en la escala de valores hasta el punto de tener que asegurarlo?

¿Cómo es que logra convertir la política de la seguridad en un negocio rentable?

¿Quién mide y de qué forma la distancia que va desde este aviso hasta el charco de sangre que queda en el asfalto luego de que 30 pares de zapatillas, quizás de la misma marca, juzguen culpable a quien intentó adueñárselas no por la vía de la oferta y la demanda sino por el del deseo cumplido a como dé lugar?

Porque más pesado aún que el mensaje indirecto es aquel que nunca sale, nunca se convierte en pregunta.

Queda bajo tierra, alambrada y con dueño.

¿Por qué las zapatillas, una vestimenta que sirven para proteger nuestros pies, abrigarlos, dar cobijo, algo que debería estar al alcance de todo el mundo, cuestan tanto dinero?

¿Qué es lo que lleva a un pibe ir tras ese tesoro?

¿Por qué ése y no otro?

¿Quiénes despiertan ese deseo y por qué pareciera que algunos tienen derecho de intentar alcanzarlos y otros no, que deben abandonarlos ante otras supuestas prioridades?

Hasta no hace mucho creía que todo mercado era malo.

Por suerte se cruzaron en mi vida relaciones mercantiles como los nodos de mercado solidario que me permitieron conocer otras formas de corresponderse entre los involucrados en una transacción.

Que no era necesario repetir o profundizar las diferencias que ya son notorias en eso que denominamos clases sociales.

Que se puede hacer de una manera mucho más justa entre quien produce y quien adquiere.

Que se puede dejar la injerencia en el control de precios que realizan los intermediarios.

De que todo consumo es político.

Y me di cuenta que no renegaba del mercado en general sino del capitalista.

De éste que, con una imagen y dos palabras, sabe a quién apunta.

A quién se dirige.

Y quién queda afuera.

Entenderán, entonces, por qué lo llamamos salvaje.

Casi la dejo pasar.

Pero aprendí de las Madres y las Abuelas hacer exactamente lo contrario.

Parecía una publicidad inocente.

Parecía sencilla.

Lo que decía parecía escueto.

Pero no.

Nunca lo es.