Chicualacuala, Sango, o la villa de Barracas

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Chicualacuala, Sango, o la villa de Barracas

28 Abril 2019

Por Ramiro Gallardo

 

Chicualacuala es un pequeño pueblo de frontera en Mozambique, última posta camino a Zimbabwe. Se llega en un tren atiborrado de gente, gallinas y bolsas de fruta que puede tardar unas 25 horas en recorrer el trayecto desde Maputo, la capital, a 500 kilómetros. La imponente fachada de la estación, las calles de tierra, unas cuantas chozas dispersas, el mercado más que precario y un antiguo hotel de techos altos, pisos de madera y escalera con baranda de hierro, ancha, señorial, por la que perfectamente podría haber bajado Baby Jane Hudson. Exagero, el hotel no es para tanto, no podés darte siquiera una ducha para refrescarte tras el largo viaje. A gatas vas a lograr salpicarte la cara. Es que, en Chicualacuala, no hay agua potable. El hotel y las pocas construcciones que sí tienen se abastecen del tren-cisterna que llega cada tanto desde Maputo y llena el tanque central. Es más fácil tomarte una coca cola que lavarte las manos.

Para cruzar la frontera hay que atravesar un descampado de unos 300 metros. Resulta conveniente llevar sombrero de ala ancha que proteja del sol, y paciencia: el guardia a cargo podría salir a almorzar y dejar completamente nula la posibilidad de abandonar el país. Del lado de Zimbabwe, Sango: apenas un puesto administrativo, una que otra choza, policías tomando chibuku y la amenaza de leones que, semanas atrás, se comieron a algún turista que se alejó demasiado. Ah, y un pequeño detalle: agua corriente. Litros de este líquido preciado que recorre extensas tuberías y sale por la canilla para refrescarte la cara, calmar la sed, baldear el piso o llenar una cacerola para preparar la sadza.

La sorpresa es grande: es que ahí nomás, a tres cuadras porteñas, un pueblo entero espera cada semana la llegada del tren cisterna. Fronteras. Resulta inevitable imaginar un caño bajo tierra que recorra estos inexplicables trescientos metros y florezca del lado de Mozambique como un manantial. ¿Es demasiado utópico pensar que dos gobiernos pueden ponerse de acuerdo, firmar un convenio y esparcir unas cuantas canillas?

Chicualacuala-Sango-o-la-villa-de-Barracas-01 Voy camino a casa, es domingo, regreso de la feria de pájaros y peces de Pompeya con una bolsa repleta de algas y comida para los axolotls de mi hijo mayor. El trayecto más corto pasa por la Villa 21–24, la de Barracas. Los puestos improvisados sobre la calle obligan a un tránsito más lento, frutas y fundas para celulares resplandecen al sol. Me recuerda en algo al mercado aquel en la frontera mozambiqueña, con sus pollos vivos, el pescado seco, el fuego calentando una marmita; acá, herramientas usadas, calzoncillos y medias deportivas, zapallitos, bananas y ají locoto, anteojos de sol, espadas luminosas, adaptadores, camisas floreadas, una señora que vende empanadas fritas, otra chipá, un puesto de choris.

La calle por la que transito tiene algo de borde, de límite: si miro por la ventanilla descubro construcciones apiladas, paredes de ladrillo hueco sin revocar, pasillos laberínticos, olor a tierra mojada, a Riachuelo, a caldo de pollo, a santos paganos.

Si bajase del auto y me aventurase hacia ese mundo otro, me encontraría una vez más, como hace años en Chicualacuala, sin agua potable. Así lo indica un informe de la Cátedra de Ingeniería Comunitaria de la UBA, para la 21–24 y la mayoría de los barrios populares porteños de la ciudad de Buenos Aires. Abruma el dato de 400.000 habitantes consumiendo agua contaminada, aunque de alguna manera el dato es redundante: la fuerza de la costumbre nos puede hacer ver como inaudito que dos países no se pongan de acuerdo, firmen un convenio y tiren un caño de plástico de 300 metros y sin embargo, acá nomás, las villas no tienen agua potable ni cloacas. No hace falta cruzar ninguna frontera, ni siquiera nacional, para llegar a ese lugar que no cuenta con los servicios públicos más básicos. ¿Tan utópico es imaginar que el Estado más rico del país, que encara obras enormes y costosas como la del Paseo del Bajo, asuma una política que ponga en igualdad de condiciones a los habitantes de las villas con los del resto de la ciudad?

Algún desprevenido podría achacarme que en materia de infraestructura se vienen haciendo cosas importantes. “Mirá la obra que tenemos” le objetó Larreta al obrero que encaró a Macri durante una recorrida por Parque Patricios, hace unas semanas. El albañil no objetaba esas obras, simplemente manifestaba que “estamos peor, hagan algo, por favor”. ¿Acaso “la obra que tenemos” invalida cualquier reclamo, valida la falta de inversión en educación, salud y cultura, anula la mirada crítica sobre las fronteras internas que persisten y rersisten en la ciudad de Buenos Aires?

Alguien dijo que la frontera es más interesante que el límite: la frontera es un campo, una región, una faja extensiva y dinámica, donde los extremos son difusos, adaptables, y están en constante movimiento. Definición que no pareciera verificarse en nuestra contradictoria y querida urbe.

 

NOTAS

Para más información sobre el agua contaminada en las villas ver https://www.pagina12.com.ar/176719-la-desigualdad-tambien-sale-de-la-canilla y http://www.agenciapacourondo.com.ar/sociedad/en-la-villa-21-24-de-barracas-el-agua-sale-con-olor-cloaca

La información acerca de la falta de agua en Chicualacuala responde a un viaje realizado en el año 2000.