Carta Abierta a Horacio González, por Daniel Mundo

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Carta Abierta a Horacio González, por Daniel Mundo

15 Agosto 2013

Te leo y escucho desde hace muchísimos años. Te admiro y por esta admiración que siento hacia tu persona y tu pensamiento quisiera ahora plantearte una duda. Se relaciona con una opinión tuya, una opinión particular pero que es más amplia y va más allá de vos: nos afecta a muchos.

Quedó resonando: hay que construir un lenguaje, dijiste hace un tiempo, un lenguaje fecundo, resquebrajado de críticas, por fuera de las máquinas de captura de la habladuría mediática y de la denuncia publicitaria. Se trataría, por lo tanto, de educación popular. El lenguaje reflexionado bulle de política, los conceptos que usamos, la manera de usarlos, orientan nuestra imaginación y nuestros deseos, hoy volcados —supuestamente— al consumo ilimitado de banalidades renovables. Los fascismos saben bien de esto. La izquierda, como es progresista y bienpensante, considera de un modo inocente el uso que hace de la lengua: ¡si al fin de cuentas habla con la verdad!

Por supuesto que la lengua del entretenimiento permanente es infecciosa y habría que ubicarla en su contexto, situarla históricamente, desnaturalizar su uso. Es un honor, sin duda, discutir con la señora B. Sarlo, habría que escucharla y enfrentarla, aunque ella ahora sea poco más que la encarnación de su propio pasado, algo así como el fantasma de su lucidez crítica (un maleficio de la Ocampo, seguro). Es como si en otra época te hubiera mirado una menina, me imagino. Por supuesto, vos sos Velásquez (recuerdo, sin embargo, la triste escena en la que vos querías debatir con Sarlo sobre su libro sobre el kirchnerismo, no recuerdo si en 678 o en algún programa de TN, porque lo habías leído con atención, y me imagino que esperabas de parte de ella una retribución análoga, cuando ella ni siquiera parecía enterada de que vos habías escrito un libro sobre las políticas culturales del kirchnerismo, en el que ella era una de los personajes). Como sea, a esta indiferencia hacia la lengua habría que sumarle el aire antiintelectual que se respira en este momento histórico, y que vos, que estás comandando esa barca de Noé de la intelectualidad nacional que es la Biblioteca, deberás saberlo mejor que nadie. Por supuesto, no es nuevo este aire, que los intelectuales, por necesidad de supervivencia, creemos viciado. No pretendo discutir esto, tampoco. En todo caso, diría que habría que dejar de responsabilizar a las condiciones objetivas de las fallas e imposibilidades subjetivas, de dilemas intestinos de la intelectualidad sobre las que deberíamos reflexionar. Quizás hace tiempo que los intelectuales argentinos no elaboramos un pensamiento de peso. El lenguaje barroco precisa de un decodificador notable, que el telespectador desconoce.

A esta altura lo sabemos bien, intelectual no es sólo el que elucubra pensamientos con los que iluminar la densidad de lo real, sino también el que difunde ideas, sea editor, periodista, cineasta u opinólogo. Se entiende que un intelectual le reproche, quizás con razón, a la gente de 678, por poner un ejemplo, que no se hacen cargo de su función de intelectuales, que reproducen funcionamientos mediáticos; y que 678 responda con un ustedes y un nosotros que evidencia este pudor o rechazo a la hora de asumirse como intelectuales. Se les podría aconsejar, también, que llegó el momento de cambiar el formato, la forma discursiva, la lógica espectacular del programa, para volverlo más reflexivo, es decir menos mediático, un lenguaje autoconsciente y por ello político, en fin una lengua auténticamente intelectual. La contradicción es evidente, más allá de si comulgamos o no con los planteos mcluheanos. La obra de McLuhan tuvo una suerte diversa, detractores y fervorosos seguidores la catapultaron por los aires. A veces se perfila indiscernible. Pero podría servir de síntoma: al festejo pop del medio habría que darle un marco político. Los intelectuales tenemos algunas dificultades para reflexionar sobre la técnica en general y sobre los medios en particular. Técnica y medios deberían situarse en un panorama cultural amplio, que terminara abarcando lo que pensamos y el modo en que pensamos, nuestra sensibilidad y nuestra manera de relacionarnos con las cosas y con las personas. En el salto de la Galaxia Gutenberg al Universo Steve Jobs se replantea no sólo la función del intelectual, también su misión y hasta su ser y su destino. Seguimos leyendo y escribiendo, es cierto, pero ya nadie o casi nadie lo hace como lo hacíamos hace veinte años atrás. Espero que no se entienda esto como un lloriqueo. Y ese cambio, para bien y para mal, es irreversible. Si los conductores de 678 son intelectuales (aunque se resistan a asumirse como tales; ser intelectual, a esta gente, no les parece algo muy digno), y su éxito a la hora de asentar ideas, de difuminar ideología, de consolidar el cemento social es eficiente, ¿por qué motivos deberían dejar de ser intelectuales de esa manera para pasar a serlo de otra, que es la que los autoasumidos intelectuales (y yo también, debo confesarlo) cree la más correcta? ¿No resuena acá, una vez más, el viejo estigma iluminista, la antigua práctica de dirigir, guiar, comandar que tuvo en la modernidad la vanguardia intelectual? ¿Cómo estar seguro, además, que ese lenguaje exprimido hasta su esencia, crítico, lúcido y barroco apunta hacia el futuro, y que no es una mera táctica de supervivencia de una especie en vías de extinción?

Dejando de lado estos reproches trasnochados, lo que queda es una duda, que afecta a la estructuración misma del campo intelectual. Spinoza escribió una frase maravillosa: a una mesa se le puede pedir muchas cosas, pero no que coma pasto. Convenimos en que el medio no es un simple medio, un dispositivo neutral que dependería del uso que hagamos de él, como si estuviera en nuestro poder transformar al medio en otra cosa. Si hay algo aburrido, ineficiente y finalmente imposible de mirar son los programas intelectuales que se transmiten por televisión, porque estos programas siguen considerando a la cultura como la consideraban las elites, una práctica que poco o nada tiene que ver con lo popular. Sin darse cuenta, uno, vos, yo, cualquiera que hasta puede ser un gran cultor de lo popular, le pide a esta gente que cambie su antiintelecutalismo (ilusorio, al fin de cuentas, porque ¡son intelectuales!) por una estética antipopular y antimediática, que a la larga le hará compartir el destino que tienen los programas intelectuales, un nicho, un gueto. Es fácil, desde aquí, criticar o denostar la lógica del espectáculo o la construcción de la noticia que estructuran ciertos programas: pero es a ese mismo público al que hay que cooptar. “Clarín miente” es una consigna eficaz para romper la crisálida en la que vivimos, nos informamos y nos comunicamos. 678, de nuevo, para bien y para mal, trataría de cumplir la tarea de reeducación del espectador, enseñándole a leer entrelíneas, a escuchar los silencios, a decantar un sentido en el medio del ruido y el rumor, a visualizar el punto ciego de la imagen. Lo hace con las armas del enemigo, de modo redundante, machacón y a la larga previsible. Pero funciona. Es como denostar a Página 12 porque se convirtió en un organismo oficial. Son algo así como los intelectuales orgánicos críticos.

En otras palabras, todavía podemos utilizar, por ejemplo, este medio —la revista (virtual), el periódico, el libro, el papel—, como espacio para compartir dudas, pero porque éste, quiérase o no, es un medio típico de la época moderna; nuestra forma de argumentar, destinada a pocos, con florituras y ambigüedades, se cree un arma mortal contra la masificación. Las masas no llegan a enterarse de ello. Nuestro ego intelectual se regocija; el otro, el que cansado se entrega a la tevé, no lo entiende. El intelectual, hay que aceptarlo, es un sujeto monomediático, mientras que lo característico, hoy, es la proliferación de medios y la polivalencia discursiva. No puede pedírsele a la televisión, para no decir al twitter o al facebook, que sea un espacio y un tiempo en el que desglosar ideas, dudar de lo que se acaba de afirmar, construir un contenido ambiguo e irreverente. El Constructivismo Televisivo redunda en buenas intenciones. Desde siempre el proyecto educativo abogó por una televisión otra. Puede sonar, lo sé, conservador lo que digo: el medio es lo que es y nada más; pero el realismo a veces es preferible a las utopías bienpensantes. Un realismo que me lleva a pensar que esta práctica milenaria de leer-escribir-pensar-opinar-debatir entró en un remolino tecnológico y mediático del que saldrá totalmente transformada, si no es que desaparece. Lo vemos con los seudos debates intelectuales que se dan por tv: a los interlocutores no les interesa mucho los argumentos de los rivales (no pueden interesarle), y el teleespectador casi lo único que exige es el primer plano de la sangre, constatar quién gana, quién pierde, y cuánto afecta esto al gobierno. Esta afectación, y el interés por ella, sin embargo, son valiosísimos, porque pareciera que por primera vez —después de casi un siglo de estudio— comprobamos en Argentina el poder específico que tiene este Cuarto Poder al que hasta ahora pareciera que no llegábamos a entender en su real envergadura. A lo que habría que sumarle que este Poder ya no es sólo nacional sino transnacional e integrado.

Nos gustaría, me gustaría, que la técnica dejase de funcionar (un poco, la verdad, porque a la vez me gustaría seguir escribiendo en este medio al que me resistí con uñas y dientes allá por la década del noventa) y que los medios abordaran los fenómenos, informaran y escribieran sobre ellos desde múltiples perspectivas. En este caso, lamentablemente creo que no tendría tiempo de leerlos ni de mirarlos.