Avísenle a León

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Avísenle a León

13 Enero 2018

Podría decir que esta nota nace de la casualidad, del hecho de estar viendo un posteo en el cual se pide deportar a aquellos extranjeros que fueron detenidos en las últimas marchas donde multitudes se expresaban en contra de la reforma laboral, en el mismo momento en que sonaba en el equipo musical la voz de León Gieco cantando esas líneas de “El ángel de la bicicleta” que dicen: “con qué libros se educó esta bestia”.

Por supuesto, mi pensamiento se dirigió rápidamente a la ley 4144, conocida como “de residencia”, votada en 1902 que, con solo cinco artículos, le otorgaba al Poder Ejecutivo la facultad de expulsar del país a cualquier extranjero que haya sido condenado, o sea perseguido por los tribunales extranjeros, por crímenes o delitos de derecho común; además, la ley aclaraba que podría ordenar la salida de todo extranjero que atentara contra o comprometiera la seguridad nacional o perturbara el orden público. Tres días era el plazo que estipulaba para la salida del país, pudiendo ordenar su detención hasta el momento del embarco.

Con dicha ley se logró la expulsión de cientos de anarquistas españoles, italianos y hasta argentinos (solamente en la primera semana, luego de la sanción de la ley, fueron 500 los deportados). Muchas de las personas que compartían este posteo en el que se pedía un trato similar a los extranjeros detenidos en la plaza del Congreso, por sus apellidos, tranquilamente podrían ser descendientes de estos anarquistas.

Pero mis pensamientos no se detuvieron ahí. Los lineamientos de esa ley represiva fueron trazados por un nombre que le será muy familiar dentro de la literatura: Miguel Cané.

El escritor tenía bien en claro que con la llegada de los primeros inmigrantes se había producido un profundo cambio en las relaciones laborales del país, ya que muchos de ellos pertenecían a movimientos anarquistas que tenían conciencia del valor de su trabajo y de su dignidad como personas. Algo que ponía en alerta a las clases dominantes. Es por eso que Cané planteaba ya en 1889 que junto a “los hombres de buena voluntad, que llamaban para cultivar el suelo, ejercer las artes y plantar industrias, vinieron enemigos de todo orden social, que llegaron a cometer crímenes salvajes, en pos de un ideal caótico, por decirlo así, que deja absorta la inteligencia y que enfría el corazón”.

Es notable cómo, tanto en la voz del escritor como en la de varios diputados, esta ley es ofrecida a la población como una “cura”. Por ejemplo, el senador Salvador Maciá, decía en 1910: “el mundo exterior que trae a nuestras playas las enfermedades exóticas, nos trae también los aparatos y los medios de desinfección, para combatirlas. La Europa, que nos ha dado civilización, progreso y libertad, con ejemplos y doctrinas, nos manda también corrientes subversivas que llegan, como enfermedades, hasta nosotros, después de originarse y desarrollarse allí y de influir sobre ella”.

¿A dónde quiero llegar, se preguntarán ustedes? Resulta que Miguel Cané es el autor de un libro que va a influenciar a ciertos sectores hasta mediados de siglo XX: Juvenilia. Este libro fue editado en 1882 y subtitulado como Memorias de un estudiante. Es un relato en primera persona que no pertenece estrictamente al género novelístico. Se trata de una obra marcada por la nostalgia, en la que el tono coloquial nos mete de lleno en el mundo de la infancia del autor y muestra las costumbres y hábitos de la época, pero a lo cual hay que hacer una salvedad: son las costumbres y hábitos del sector de la sociedad a la que su familia pertenecía.

Ya en las primeras líneas se asombra de encontrarse con sus antiguos colegas a los que la vida fue sometiendo en las sombras y tira un manto de piedad sobre ellos, personajes tal vez más inteligentes pero que no pudieron explotar sus cualidades y no llegaron al lugar que él sí (Cané fue senador y embajador).

Tal vez por eso que escribe sobre uno de ellos: “La bohemia lo absorbió, lo hizo suyo, le penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches, como el "hijo del siglo", entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros de su espíritu y se embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora, el aliento revolucionario, que es la válvula intelectual de todos los que han perdido el paso en las sendas normales de la tierra”.

En varias ocasiones recorre las líneas del libro un ánimo de rebeldía, como cuando narra que “Un celador y dos robustos gallegos de la cocina se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jerjes, había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a Torres, plagiando él a su vez a Lafayette en su respuesta al conde de Artois, que aquello no era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente una revolución. El señor Torres, no por falta de energía por cierto, sino por espíritu de jerarquía, fue inmediatamente a buscar a M. Jacques, rector entonces del colegio y que vivía en una casa amarilla en la esquina de Venezuela y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía y empezamos los preparativos de defensa. Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia de ser gobernados, nosotros republicanos, por un español monárquico, con citas de la Independencia, San Martín, Belgrano, y creo que hasta la invasión inglesa. Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un trapecio, y la resistencia se resolvió”.

Pero esos ánimos justicieros ceden al primer atisbo de represión y es la aceptación de los mandatos superiores, casi por decisión divina, los que terminan ganando la escena: “En esto oímos una detonación en el claustro, seguida de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos conjurados habían esparcido en los comedores esas pequeñas bombas Orsini que estallan al ser pisadas. Era M. Jacques que entraba irritado como Neptuno contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar, sino que puso el quos ego... en acción. Al aparecer en la puerta del gimnasio, un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar ser libres o morir. No de otra manera dejaron los persas penetrar el espanto en sus corazones cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego, armada de la espada dórica, en el llano de Maratón. Vino rápido hacia mí... Luego me tomó del brazo y me condujo consigo. No intenté resistir, y echando a mis compañeros una mirada que significaba claramente: "¡Ya lo veis! ¡Los dioses nos son contrarios!", seguí con la cabeza baja a mi vencedor”.

A pesar de que el personaje todo el tiempo está buscando la forma de escapar, de engañar para salir de ese claustro que lo oprimía pero que levantaba en alto el principio de autoridad, los que se enfrentan abiertamente son simples aficionados, comparándolos y degradando en un todo con héroes de la Patria Grande. Se puede leer en un capítulo que “Corrales era un simple montonero, un Páez, un Güemes, un Artigas; no había leído a César, ni al gran Federico, ni las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón, ni los libros de Jomini. Su arte era instintivo y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia”.

Su mirada sesgada se vuelve a hacer letra ya avanzado el libro cuando deja en claro que en el Colegio había una notable diferencia entre quienes eran porteños y provincianos, siendo los primeros menores en cantidad pero, por el uso de su inteligencia, lograban obtener mejores resultados. Esa división se profundiza cuando en 1863 se traduce también en crudos y cocidos. Autonomistas los primeros y nacionalistas los otros, se aprovechaban del carácter facultativo y público del sufragio para realizar fraude. Este se practicó sin reservas por ambas partes. El control de las mesas electorales en las que se votaba y en las que se hacía el escrutinio era disputado violentamente por las fracciones políticas, generalmente con un saldo de muertos y heridos. Quien vencía manipulaba el escrutinio y las actas a su favor.

Dice Cané en Juvenilia: “Me refiero al famoso 22 de abril de 1863, en que crudos y cocidos estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad, los cocidos por la causa que los crudos hicieron triunfar en 1880 y recíprocamente. Yo era crudo y crudo enragé. Primero, porque mis parientes, los Varela, uno de los cuales, Horacio, era como mi hermano mayor, tenían esa opinión, según leía de tiempo en tiempo en la Tribuna, y en segundo lugar, porque la mayor parte de los provincianos eran cocidos. Queda entendido que yo me daba una cuenta muy vaga de mi manera de pensar, pero como había que sostener mis opiniones a moquetes mas de una vez, la convicción habíaconcluido por arraigarse en mi espíritu”.

Arraigarse en el espíritu

Déjeme agregar la última nota para que usted empuje con el dedo las fichas de dominó puestas en la distancia determinada para que empiecen a caer una tras otra: este libro que intenta pasar por inocente se arraigó en el espíritu de varias generaciones de cierto sector medio de la sociedad que ansiaba para sí esa vida auspiciosa a la que (no sin ciertos sacrificios y aceptando los principios de autoridad) accede el escritor del libro. Un sector que va a transitar (por lo menos) tantos años bajo gobiernos democráticos como de factos, y si bien no todos participarán en la caída de los primeros, verán con no poca indiferencia el transcurrir y el accionar de los segundos.

Podría decir que esta nota nace de la casualidad pero las casualidades no existen.

Los que sí existen son esos libros por los que preguntaba León, así que avísenle. Y díganle, también, que suelen tener más candor de lo que uno esperaba encontrar.

Bibliografía

La Argentina histórica

El arcón de la historia argentina

Lo inadmisible hecho historia, Gabriela Anahí Costanzo

Juvenilia, Miguel Cané. Ediciones El Aleph