AVE!

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AVE!

26 Julio 2016

Por Tomás Müller

Se largó la lluvia, Yolanda se está empapando. Decide correr hasta el portal de la iglesia. No queda nadie por la calle, ni dios. Aunque a esta hora dios no debe estar ni en la iglesia. Es tarde, mas tarde que la mierda. Lleva unas rosas envueltas en un papel celofán y van perdiendo pétalos en la carrera. Le vendió unos cuantos ramitos a los que cenaban en los restaurantes, a los que volvían de bailar y a los que salían del cine de trasnoche. Llega agitada al reparo abovedado del pórtico justo cuando arrecia el chaparrón. Una cortina de agua le impide ver la ciudad más allá de las columnas y un mar de gotitas le chorrea por la bolsa de nylon que se había enfundado en la cabeza. Respira profundamente mientras mira el daño producido en las rosas, traga saliva, resopla. La lluvia suena como un millón de papas fritas tiradas de golpe al aceite hirviendo. Tiene hambre, el estómago se le retuerce un poquito. También tiene un sándwich de milanesa en la mochila, lo había cambiado en el restaurant por un pimpollo. Parece que fuera el fin del mundo, que ella hubiera conseguido el último refugio y que el que no se escondió se embromó. Yolanda gira la cabeza y ve las puertas altísimas de la iglesia bien cerradas a sus espaldas, y aún así, las empuja con la punta de los dedos en un acto reflejo.

Sorpresivamente se entreabren. La adrenalina le empasta la boca, retrocede dos pasos, la impresión le hace apretar el tallo de las rosas tanto que una espina se le clava en la yema del índice. El furor de la lluvia de papas fritas se redobla. Un vaho misterioso sale desde la penumbra interior de la nave central, un perfume a inciensos ancestrales y a milenarios mantos de vírgenes. Yolanda no cree, es decir, cree que no cree. Pero se ha metido en cada castillo embrujado, ha hablado con cada monstruo, ha enfrentado cada fantasma que no debe haber santo que le impida entrar. Su abuela le había enseñado a persignarse cuando pasaba en frente de las iglesias, ella lo hizo durante un tiempito pero después se olvidó. Yolanda, incrédula, se hace la señal de la cruz y se pierde en el azul oscuro y sagrado. La atmosfera cóncava consigue ensordecer la lluvia de papas fritas.

Allá al fondo, en el altar, quizás por obra y gracia de un monaguillo olvidadizo, una vela parece querer arder hasta que las velas ardan, pero aquí, suspendida en la oscuridad, justo encima de su corazón revolucionado, una inconmovible virgen María tamaño natural le mira con los párpados caídos, suplicantes, como una mujer bendita pero petrificada a punto de darnos la bendición, toda envuelta en una bandera argentina. Yolanda abre la boca embobada. -Me cago en dios- murmura -parece Evita-.

Poco a poco el estrépito de la lluvia le destapa los oídos y vuelve a acompañarla como un amigo lejano. Suena ahí, en los cristales de colores de los vitreaux, pero Yolanda tiene su vista clavada en la mirada de María, o de Evita, ahora tiene sus serias dudas y aunque ninguna de las dos le atemoriza, algo le produce un escalofrío entre la piel y el vestido hecho sopa. Es el ojo izquierdo de la virgen que, húmedo y luminoso, deja caer una lágrima tras otra, brillantes, fantasmales, entre patéticas y terroríficas. –La puta madre- blasfeman los doce años de Yolanda.

Se asusta un poco, retrocede, golpea con el talón en uno de los bancos. El banco larguísimo cruje, inunda con ecos de madera las paredes sacrosantas y Yolanda cae de rodillas. Apoya las manos en el suelo marmóreo y el dedo que le pinchó la espina deja una manchita de sangre mientras las lágrimas de la virgen forman un charco brillante justo enfrente de ella, sobre ese piso encerado, impenetrable.

Yolanda queda un instante paralizada pero vuelve a levantar la vista. Achina los ojos, aguza la mirada y entonces, como un gato agazapado descubre una gotera en los techos inalcanzables de la iglesia. Una gotera que cae mística y perpendicular en la frente de la virgen, resbala hasta el ojo izquierdo y se despeña por la mejilla satinada de rubores. –Que guacha- vuelve a blasfemar Yolanda mientras se levanta de un salto -me hiciste cagar en las patas-.

Se sienta en el banco larguísimo, se sacude un poco el vestido y se desengancha la mochila de los hombros. Mira de nuevo a la virgen que no deja de lagrimear ni de mirarla con cara de ternero degollado. Yolanda se chupa la gotita de sangre del dedo y le dice -¿ves?, yo me pinché el dedo y no lloro-. Oro… oro… oro, repite el eco eclesial, pero María, o Eva, o vaya uno a saber, no responde nada. Espera, presta atención, pero nada – ¿No me comprás una rosa?- le pregunta Yolanda medio en broma, con una especie de esperanza secular. Osa… osa… osa… repite el eco. Yolanda suspira, se limpia la nariz en la manga del vestido y vuelve a preguntar – ¿No tenés plata?-. El eco vuelve a repetir incansable las tres últimas letras, pero María o Eva o quien sea no contesta. Yolanda, un tanto desencantada a pesar de que no esperaba ningún milagro, ahora espera el silencio, escucha la lluvia de papas fritas y saca el sándwich de milanesa. El aroma hace temblar el aire. Yolanda muerde, mastica, mira hacia un costado y hacia el otro, balancea las piernas que le cuelgan del banco larguísimo. Traga, siente como el estómago le agradece, vuelve a morder y mastica y mastica y mastica mirando el mordisco que dejó en el pan y en la milanesa, sigue balanceando las piernas y escuchando la lluvia de papas fritas allá afuera, entonces, con algo de culpa, levantando un poquito el sándwich, mira a María, o a Eva, o a quien sea y le dice -¿Querés?-.

el Tomi Müller