Homenaje a Walter Bulacio: la memoria ganándole al olvido

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Homenaje a Walter Bulacio: la memoria ganándole al olvido

14 Noviembre 2023

El tiempo es un magma que todo lo chupa, un faquir arrepentido del ayuno en un tenedor libre, una sátira invertida de Funes, el memorioso. La nada invade el recuerdo de los muertos y todo queda subsumido en un éter insalvable y denso luego de tres, cuatro generaciones para los seres queridos, y de dos para el común de los mortales. La nada deglute los nombres propios… a no ser que… a no ser…

Siempre hay un freak, que como un Foucault hipercurioso se sumerge en un archivo y rescata al irrescatable, siempre hay un Borges o un Schwob que se ocupan de aquellos que han dejado las palabras de su nombre cifradas en las nubes de lo recóndito; y siempre hay pueblos que recuerdan y se empecinan en no olvidar. Hay nombres que resuenan por brillo, y hay otros que están fijado a lo ominoso, a aquello que se recuerda para exorcizarlo, para lograr la expulsión de la acción que los expuso a la opinión pública. En la década del 90, en medio del neoliberalismo aplicado sobre los sueños de una generación que se asomaba a la democracia, se consolidó en la escena musical un emergente de los 80. Una banda platense con un nombre estrambótico parecía nuclear a través de sus letras hiperpoéticas, duales, provocativas y desafiantes a un par de generaciones que se sentían convocadas a resistir desde esa frontera de lucha contracultural que siempre había sido el rock. Patricio Rey y sus redonditos de ricota había venido agrandando su convocatoria desde los primeros shows en La Plata, desde sus abarrotados recitales en Café Einstein, Stud Free Pub o el más grande Cemento. Giraron por Pinar de Rocha, Satisfacción, King Kong o Autopista Center y lograron pegar el gran salto a un lugar emblemático, a la “Catedral del Rock”: Obras.

En ese lugar se citaron el nombre propio y el espanto; la cobardía y los sueños; la violencia institucional y la rebeldía. El 19 de abril de 1991 fui con mis amigos a Obras y nos metimos en ese torbellino de show minutos antes de que la razzia habitual en los recitales cumpliese con su cuota estadística de represión; no fuera cosa que se le perdiera el respeto que ningún pibe le tenía. Esos minutos hicieron la diferencia entre la vida de miles de pibes que disfrutaron una noche de arte y la de Walter Bulacio, un alma detrás del nombre propio; un alma y un destino; un alma ligada a un ser y cimentada con una historia de sueños y de amores, de afectos y porvenires. A Walter se lo llevó la policía de la comisaría 35[2], a cargo del comisario Miguel Ángel Espósito -el nombre propio del infame-, y al otro día fue internado en el Hospital Pirovano con golpes por todos lados, pero sobre todo en la cabeza. Había sido brutalmente golpeado por el personal policial. El día 26 falleció a causa de la paliza.

Este 14 de noviembre me invitaron a un acto en la escuela en donde estudiaba, el colegio N° 1, Bernardino Rivadavia, del D. E. 3°, en San Juan 1545, en el barrio de Constitución, a unas diez cuadras de casa. Walter hubiera cumplido 50 años el 12 de noviembre; yo le llevo -y el presente no es un error de tiempo verbal- exactamente un año y 9 meses. En la práctica, éramos pares. Él estaba terminando el secundario y yo ya vivía con mi novia; pero ambos íbamos a ver a los Redondos y para la yuta no había mucha diferencia.

Entrar a su escuela y ver a pibes de su edad es muy emocionante. Siempre que pienso en Walter lo pienso como un par, como alguien igual a mí. Yo fui creciendo, mi cara y mi cuerpo fueron cambiando y la de él siempre siguió siendo la misma; cuando hoy vi la cara de Walter por las paredes del “Riva”, y cuando vi la cara de los pibes que tenían la misma edad que tenía él cuando lo secuestró la policía y lo mató, pude descongelar ese rostro y dar lugar a la incomprensión, al estupor, a las preguntas. ¿Cómo pudieron golpear una carita de ese nene? ¿Cómo pudieron destrozar su cuerpo? La bestialidad anida en las almas flojas y esa inquina con el mundo tiene lugar, aflora, cuando las instituciones los azuzan y los comandan. En esa misma escuela habían cursado o trabajaron y fueron secuestrados y desaparecidos en la última dictadura militar Marcelo Miguel A. Butti Arana (16/03/77); Daniel Enrique Vázquez (27/03/77); Claudio Martín Gerbilsky (9/08/77); Adriana Claudia “Pacha” Marandet (17/02/77); Salvador Jorge Gullo (26/04/79); Guillermo Lucas Orfanó (2/12/76); Marcelo Pablo Pardo (9/11/76); Pablo Enrique Fernández Meijide (23/10/76); María Claudia Iruretagoyena (10/76); Ana María “Ardilla” Franconetti (17/02/77); Eduardo Álvaro Franconetti (17/02/77); Roberto Rascardo “Fierrito” Rodríguez (17/02/77); Norberto Julio Morresi (23/04/76); Julio Enzo Panebianco Labbe (18/03/77). La policía que despareció a Walter, ese pibe que vio ocluido sus ganas de ver a la banda que más admiraba, fue entrenada por la misma doctrina que se llevó a las personas nombradas; la misma yuta que conculcó el futuro de un pibe de Celina que trabajaba como caddy de jugadores de golf para ganarse un mango y pagarse la entrada a un recital.

En el acto de homenaje por los 50 años, las pibas y los pibes que escucharon a Maximiliano Paz, el profe de historia que les habló, rememoraron su nombre, reflotaron de ese intersticio nihilista un nombre propio igual al de ellos y resonó en el patio de la escuela un discurso que reivindica los esfuerzos, pero niega la meritocracia, que se funde en una sinergia con la/os estudiantes para advertirles, sin bajada de línea, que tengan atención con los discursos que habilitan la existencia de la misma policía que mató a su compañero de escuela. Luego habló el vicerrector de la escuela -Eduardo Espona-, un profe que fue docente de Walter y lo recordó como un “amor de pibe”. Es fuerte pensar que a ese amor de pibe le fue congelado el rostro que vive en las paredes de la escuela en mil y un dibujos y retratos porque la violencia del monopolio de la fuerza estatal se detuvo más tiempo del acostumbrado en aplicarle el rigor de los golpes. Finalmente, en las ultimas palabras del acto, una docente de Walter leyó una carta de la/os compañera/os que cursaban con él y ahora son hombres y mujeres que pudieron cumplir 50 años. La condena al hecho fue contundente, y no sorprende, tampoco, que prometan seguir izando la bandera del nombre de su compañero el año que viene, insistiendo para que se rescate su nombre de esa nada posmoderna que amenaza como una mancha voraz.

El cierre, como no podía ser de otra manera, fue con la música de la banda que tanto le gustaba a Bulacio e interpretada por Cuerdas de Zafiro. Los sonidos son atemporales, y lo mismo que se desparramaban por la avenida del Libertador en 1991, y seguramente canturreó Walter con sus compinches cuando iban hacia el primer recital añorado, se elevan ahora en el barrio de Constitución. En sus acordes llevan los pautados, los registrados en una partitura; las letras son las mismas que dejó escritas el Indio Solari, pero la reverberación de esas canciones ya no es la misma, está signada por una vida truncada, por una expectativa segada, por un nombre que se niega a ser absorbido por el vacío. Eso lo sabe Walter, su familia y lo sabe toda la comunidad educativa del Riva que viene pidiendo que esa escuela deje de llevar el nombre de quien endeudó al país con el empréstito de la Baring Brothers, el afrancesado que renegó de su tierra, pidió ser enterrado lejos de Buenos Aires y que, como una burla del destino, su cuerpo fue depositado en un mausoleo en medio de Plaza Once, rodeado a diario de personas que poco tienen que ver con la prosapia europea que tanto admiraba. La escuela en su acepción más amplia quiere que lleve el nombre de quien fue víctima de una policía matapibes, de una institución que aún debe las disculpas por haber cobijado en su interior a una pandilla de asesinos. La comunidad del “Riva” se pone una remera con la cara de Walter y se obstina en que su nombre no se lo devore el tiempo y el ostracismo. Esta vez, al parecer, la memoria le ganará al olvido y quien les dice, el año que viene, cuando cumpla 51, Walter reciba de regalo el nuevo nombre para su escuela. ¿Saben por qué? Porque a ese amor de pibe se lo debe toda la sociedad argentina.