Multipolarismo, narcotráfico y el control en la región sur: ¿y el peronismo qué?

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Multipolarismo, narcotráfico y el control en la región sur: ¿y el peronismo qué?

10 Noviembre 2025

Lo sucedido en Brasil el 28 de octubre trasciende el límite de un brutal hecho policial. La masacre en Río De Janeiro de más de un centenar de integrantes del Comando Vermelho, ejecutada por la Policía Militar bajo las órdenes del gobernador bolsonarista Castro y al margen del gobierno federal, constituye un movimiento político efectista de alcance regional que, probablemente, tendrá algún próximo capítulo. Aquello no fue un exceso ni un error operativo, sino un golpe quirúrgico al corazón del poder civil. En un solo acto violento, excesivo aún para la escala de conflictividad social de Brasil, se buscó provocar el debilitamiento del control del Estado federal sobre los gobiernos subnacionales, la erosión de la autoridad y legitimidad del presidente Lula frente al orden público, y la instalación de un escenario de crisis de gobernabilidad funcional a intereses geopolíticos externos.

La doctrina del combate al narcotráfico

La intervención de Estados Unidos en América Latina no es un fenómeno coyuntural, sino una constante estructural de su política hemisférica. Desde la posguerra, cada intento de autonomía regional fue respondido con la misma lógica de desestabilización. Por caso en Brasil, Getulio Vargas fue empujado al suicidio en 1954 tras el cerco de las élites asociadas a Washington, que no toleraban su política nacional e industrialista. En Argentina, un año después, la conjunción de intereses angloamericanos, sectores liberales de la Armada, la oligarquía agroexportadora y la jerarquía eclesiástica derrocó a Perón, inaugurando un ciclo de dependencia y parcelación nacional que aún persiste. Hoy, con fuerzas armadas reconfiguradas en torno a las “nuevas amenazas” —terrorismo y narcotráfico—, esa estrategia se ha actualizado bajo la doctrina del “combate al narcotráfico”, convertida en el nuevo paraguas moral para la opinión pública internacional que justifica la intervención extranjera en la política de Defensa, la militarización de la seguridad interior y la subordinación de las fuerzas armadas locales a la agenda norteamericana.

Lo que importa es la política internacional. Estados Unidos no es una potencia en decadencia, su economía, su aparato militar y su capacidad de imponer reglas globales siguen siendo formidables, pero sí está en retroceso relativo frente a un mundo que ya no le responde en forma exclusiva. Entrado el primer cuarto del siglo XXI, el mundo asiste a una disputa estructural por la hegemonía global. El declive relativo de Estados Unidos y el ascenso sostenido de China, el protagonismo renovado de Rusia y el ascenso de polos regionales como India, Turquía o incluso Brasil en el plano latinoamericano, generan un escenario donde Washington debe competir donde antes mandaba. América Latina es uno de esos espacios; ya no alcanza con el viejo reflejo del “patio trasero”, porque la región diversificó mercados y fuentes de financiamiento durante el período del globalismo. Este esquema expresa una reconfiguración del orden internacional heredado de la posguerra fría. Esta transición, que atraviesa los planos económico, tecnológico y militar, redefine las alianzas y obliga a los países del sur a tomar posición, a desarrollar una estrategia en su política exterior, generalmente orientadas a favor de sus intereses nacionales.

Lo que acontece. El despliegue de buena parte de la flota naval de EEUU en el Caribe Sur, con portaaviones y un submarino frente a las costas de Venezuela, no responde a una amenaza criminal real del país bolivariano sino a una estrategia de presión geopolítica. Bajo el pretexto de “restaurar la democracia” y “garantizar la seguridad”, Washington construye el relato moral que justifica su avanzada militar con el sólo objetivo de derrocar al régimen del “narcodictador” Nicolás Maduro para quedarse con las reservas de su petróleo, la más grande del mundo.

En México, Donald Trump ofreció “cooperación militar” a la presidenta Claudia Sheinbaum para combatir al narcotráfico en su país, y su respuesta —“ningún soldado norteamericano pisará suelo mexicano”— fue una afirmación de soberanía ejemplar que recordó a Washington que no todas las naciones están dispuestas a subordinarse. En Colombia, Gustavo Petro enfrenta la ofensiva de un poder mediático y militar que busca reinstalar la restauración conservadora. En todos los casos, la bandera del narcotráfico es el instrumento discursivo de una estrategia mayor: la contención del avance chino, la apropiación de recursos y la disolución de cualquier eje regional autónomo que una a México, Brasil, Argentina y Venezuela. Como vemos, detrás del ropaje moral de la “guerra contra el narcotráfico”, Estados Unidos libra una guerra geopolítica por el control del hemisferio.

Nuestro país. La dependencia económica argentina es la piedra angular que convierte cualquier financiamiento externo en un arma de control político, diplomático, financiero e institucional. En el tablero hemisférico actual, Javier Milei representa la restauración plena del tutelaje norteamericano sobre la Argentina. Washington y el Fondo Monetario Internacional operan de manera coordinada. El primero define la estrategia geopolítica; el segundo ejecuta el disciplinamiento económico y político interno para la Argentina. La ruptura con los BRICS, la alineación automática con la Casa Blanca e Israel y la adopción del discurso antichino fueron las primeras e inequívocas señales del presidente argentino Javier Milei para garantizar el retorno del país al rol histórico que le asigna el poder del imperialismo finaciero de Occidente: exportador primario, deudor perpetuo y territorio de ensayo de las recetas neoliberales.

Narcos en las listas

Con el debilitamiento de controles institucionales (judiciales, financieros, parlamentarios) y la subordinación política obscena al poder norteamericano, el gobierno Libertario crea un clima donde las acciones delictivas quedan bajo sombras de impunidad y a merced de los carpetazos tácticos. En conjunto, estos elementos permiten ver al régimen de Milei no solo como un gobierno autoritario, tutelado y antipopular, sino como un paso más hacia la consolidación de un Estado capturado por lógicas criminales y redes de poder que se entrelazan con la política formal. José Luis Espert representó, desde su actividad parlamentaria y proselitista, el rostro político de un modelo que combina mano dura sin política social con desregulación económica y vaciamiento del Estado. La agenda libertaria no combate el crimen organizado, lo habilita y lo consume a sabiendas, ya que, al desmantelar las capacidades estatales y criminalizar la pobreza, deja el territorio librado a las redes ilícitas del narco que se expanden allí donde el Estado se retira. Entonces, la combinación de presión externa y dominio interno del crimen organizado terminará por licuar la soberanía, destruir por completo nuestro tejido social y la comunidad nacional.

La fase terminal de la subordinación

La derrota de Malvinas no fue solo un episodio militar, sino el punto de inflexión que marcó el ingreso formal de la Argentina en una democracia tutelada. A partir de 1983 con Alfonsín, el país aceptó un pacto implícito: pluralismo político y libertades formales, pero sin soberanía económica, sin FFAA, sin política de defensa nacional ni control sobre sus recursos y empresas estratégicas. Se mantuvo intacta la arquitectura económica impuesta por Martínez de Hoz —desindustrialización, endeudamiento y primarización productiva—, convertida en dogma por las élites liberales que gobernaron desde entonces, en nombre de la “integración al mundo”. La década del noventa, con el menemismo, consolidó la entrega del patrimonio público a través de las privatizaciones que transformaron al Estado en un mero garante del negocio transnacional. El macrismo retomó esa lógica con mayor voracidad por los negocios, reinstalando el endeudamiento con el FMI y la dependencia del capital especulativo. Hoy, el gobierno de Javier Milei no inaugura una nueva etapa, sino que consuma la secuencia, llevando al extremo la desindustrialización, el cientificidio, la desculturización con el quiebre del valor estratégico de la educación, la extranjerización de la economía, la destrucción por dentro del Estado social y la renuncia abierta a toda idea de soberanía nacional.

Civilización o Barbarie. En la dinámica de una democracia formal dentro de un país periférico y dependiente como la Argentina, la injerencia externa ha dejado de percibirse como una anomalía. Ya no se presenta como un hecho excepcional, sino como un componente estructural del propio sistema político. En ese marco, la intromisión de los Estados Unidos no se limita al plano económico; penetra también en los ámbitos cultural y simbólico, moldeando imaginarios, jerarquías y aspiraciones colectivas. Una parte significativa de la sociedad acepta esa subordinación con naturalidad —y ello revela, en el fondo, el rotundo fracaso con que se ha ejercido la política nacional—, como si someterse al tutelaje extranjero fuese el requisito indispensable para “volver al mundo”. Es el eco persistente de una larga tradición de colonialismo cultural que asocia lo moderno y lo eficiente con la imitación de Occidente. Desde esa mirada, renunciar a la soberanía no se percibe como claudicación, sino como signo “para ponerse al día” con la civilización.

El peronismo

El drama estructural de la Argentina contemporánea es la imposibilidad de reconstruir soberanía sin la arquitectura política, económica y moral que Perón había diseñado. El Estado soberano peronista fue una forma de organización del poder que subordinaba la economía al interés nacional, articulando producción, crédito, industria pesada, defensa, justicia social y soberanía política. El proyecto de Estado soberano que concibió Juan Domingo Perón, entre otras cosas, fue posible porque articuló una alianza sólida entre el pueblo y las Fuerzas Armadas. Una unidad política y estratégica que le dio sustento material y espiritual a la independencia económica y política que impulsó el General. Aquella simbiosis —el obrero y el soldado como expresión de la Nación en armas y en trabajo— fue el núcleo del poder nacional que puso a raya al colonialismo económico. Pero esa alianza fue rota a sangre y fuego en 1955, violentamente combatida y trastocada desde el 24 de marzo de 1976 como venganza al 17 de octubre de 1945, y definitivamente clausurada con la derrota de Malvinas en 1982, donde se selló la subordinación de las Fuerzas Armadas al comando externo y el país perdió su instrumento de soberanía y disolvió la posibilidad de un Estado soberano con poder real para el pueblo. Desde entonces, la Argentina vive bajo una democracia formalista y dependiente, flotando entre la injerencia externa y la fragmentación interna, administrada por élites civiles que aceptaron el mandato externo de gobernar sin tocar la estructura del poder económico.

Para el caso de los gobiernos de raigambre popular, como el Kirchnerismo, gobernar sin derogar la Ley de Entidades Financieras o la Ley de Inversiones Extranjeras es como pretender conducir una locomotora sobre vías puestas por el enemigo. Esas normas, impuestas por la dictadura en 1977, siguen siendo el armazón jurídico del saqueo que garantiza la supremacía del capital financiero sobre la economía real y que subordina al Estado a la lógica del endeudamiento, la fuga y la evasión. Mientras no se desmonte ese corazón normativo y jurídico del orden financiero heredado del terrorismo de Estado, toda política nacional será apenas una administración parcial de la dependencia. A la dictadura militar la sacó el pueblo, en cambio, la administración civil de la dictadura económica permanece intacta.

El dato es elocuente: hasta 1955 la Argentina sostenía con dignidad a la totalidad de su población; hoy, casi la mitad del país vive en condiciones de pobreza y exclusión. Pero ese peronismo, el de las grandes políticas de Estado, ya no existe en su forma original. Es más, ya casi ningún peronista habla del Estado Empresario de Perón.

El kirchnerismo

El período 2003-2013 constituyó, en perspectiva histórica, el esfuerzo más coherente de reconstrucción nacional desde la destrucción del Estado industrial peronista, un intento de rearticular soberanía política, recuperación productiva y distribución, aunque carente de un verdadero programa de liberación nacional que consolidara estructuralmente esa experiencia. Por eso, la matriz de “la década ganada”, fue destruida en apenas seis meses durante el gobierno de Mauricio Macri.

Cristina Fernández de Kirchner, con sus aciertos y errores, fue la figura política más gravitante del siglo XXI junto al flaco Kirchner. Su persecución judicial —condenas sin pruebas, causas fabricadas y proscripción política— expresa la reacción de los poderes fácticos ante ese proyecto de país autónomo. La presión judicial sobre Cristina no es un hecho aislado, sino parte de una estrategia de control político promovida por el bloque oligárquico interno en sintonía con el dispositivo de injerencia externa que busca condicionar los liderazgos autónomos en la región. Pero la proscripción no solo es una operación judicial y política del poder económico real, sino un mecanismo de detención histórica del campo nacional-popular. Al excluirla, no se busca únicamente apartar a una dirigente de peso, sino congelar al peronismo en un tiempo clausurado, el de 2015, impidiendo procesar sus contradicciones y renovar su estrategia. La consecuencia es un campo nacional y popular replegado sobre sí mismo, sin síntesis ni proyección, atrapado entre la nostalgia, la defensa, el internismo y el cerco moral externo. En lugar de avanzar hacia una nueva etapa de conducción y debate, buena parte del peronismo quedó atrapado en la mera reivindicación de su figura.

De hecho, para continuar con la estrategia de inmovilidad, era previsible que la ofensiva judicial continúe con nuevas causas —como la de los cuadernos— destinadas a mantener a Cristina y a todo el campo nacional en una situación de parálisis política. Ese mecanismo de hostigamiento no busca justicia, evidentemente, sino disciplinamiento; mantener al peronismo atrapado en su defensa judicial, impedirle proyectar una estrategia de poder y neutralizar cualquier intento de reconstrucción nacional que desafíe la tutela externa.

El peronismo partido

La interna bonaerense condensa las tensiones más profundas del peronismo nacional. En ese territorio se define el sentido de la conducción política del movimiento para lo sucesivo. El cristinismo, con La Cámpora como guardia pretoriana y Máximo Kirchner como su heredero simbólico, se resiste a aceptar que un liderazgo fuera de su linaje —como el de Axel Kicillof— pueda asumir la representación histórica frente al proyecto liberal-libertario de Milei. Lo que parece una pugna facciosa es, en realidad, una disputa estructural entre dos concepciones de conducción: una, basada en la síntesis política, la articulación territorial, la validación electoral y la legitimidad popular; otra, en la perpetuación del apellido y la conservación del aparato y el relato.

En medio de la presión judicial que vuelve a cercarla públicamente, Cristina percibe en el ascenso político de Axel Kicillof un punto de inflexión que la deja expuesta ante una fractura estratégica inevitable. Su crecimiento no solo amenaza con quitarle centralidad y liderazgo dentro del peronismo, sino que encarna el surgimiento de una conducción nueva, dotada de legitimidad propia y proyección nacional hacia 2027, por fuera del dedo y del apellido. Para La Cámpora, el fenómeno representa un riesgo aún mayor; la posible pérdida de control sobre el aparato político en el AMBA, los espacios de poder y las cajas que garantizan su supervivencia interna. Esa conjunción de factores explica, en buena medida, la ofensiva discursiva y política de algunos de sus dirigentes, incluso de Cristina, contra el gobernador bonaerense. Pero, inevitablemente, el tiempo terminará imponiéndose sobre el espacio. Ningún aparato, relato ni liderazgo puede resistir indefinidamente la fuerza de los procesos históricos. El tiempo —ese que construye conciencia y establece la secuencia política— acabará desplazando a quienes se aferran al control inmediato. Y cuando lo haga, no habrá más lugar para custodios y frenadores, sino para quienes sean capaces de interpretar el porvenir.

Liderar no es conducir

La centralización de las decisiones electorales en torno al “dedo” de Cristina desarticuló la estrategia territorial del peronismo en términos federales, anuló la competencia interna dentro del PJ, complicó la unidad del campo nacional y redujo la selección de candidatos a un ejercicio vertical que debilitó la construcción política y condujo a derrotas previsibles. Por caso, Cristina nunca ofreció una explicación política ante el pueblo sobre el relativo fracaso del gobierno de Alberto Fernández, del cual fue su principal arquitecta y demoledora. Ese silencio irresponsable erosiona su autoridad moral y bloquea la posibilidad de elaborar una autocrítica colectiva que permita al peronismo proyectar una alternativa superadora frente a la mirada del pueblo.

El panorama. La estrategia actual de confrontación interna que impulsa Cristina Fernández de Kirchner dentro del peronismo adquiere una gravedad política mayor. Cristina, por su reconocida lucidez, debería comprender que su disputa con Axel Kicillof ya no pertenece al orden partidario, sino al terreno de la soberanía nacional y la incidencia regional. Reconocer su aporte histórico no significa renunciar a la crítica, sino ejercerla con la responsabilidad de quien entiende que ningún legado justifica el estancamiento de un movimiento llamado a conducir nuevamente el destino nacional.

En un contexto en que el gobierno de Milei consolida la dependencia económica bajo el tutelaje del FMI y en que los Estados Unidos busca disciplinar a la región frente al avance de China y los BRICS para no ceder ningún espacio de privilegio, debilitar al único dirigente con capacidad de gestión, legitimidad electoral y proyección real hacia 2027 equivale a desarmar la única herramienta política capaz de reconstruir un proyecto nacional. Vale decir, la fractura del peronismo es hoy funcional a la continuidad de la dependencia y al avance de las corporaciones financieras y mafiosas sobre el país.

Cristina, aún con prisión domiciliaria, debiera ser hoy una interlocutora regional de primer nivel, capaz de recomponer los lazos políticos entre los gobiernos y movimientos populares de América Latina. Su experiencia, su legitimidad internacional y su comprensión de la arquitectura del poder global la colocan —objetivamente— en una posición única para articular un espacio de diálogo con Lula en Brasil, Petro en Colombia, Sheinbaum en México y otros referentes del campo nacional latinoamericano. Lamentablemente, su intervención se limita hoy al terreno de las redes sociales, a su lógica defensa judicial, a la preservación de la centralidad perdida mediante declaraciones esporádicas, diagnósticos tardíos y advertencias que ya no ordenan, sino que fragmentan.

Si Cristina actuara con la grandeza y la conciencia histórica que su trayectoria y el drama nacional demandan, reconocería en Axel Kicillof la posibilidad de continuidad del proyecto nacional. Pero su falta de humildad y su condicionada situación, la lleva a ver en él una amenaza personal, y en esa ceguera política termina debilitando al peronismo que alguna vez condujo. Lamentablemente, la historia política latinoamericana es pródiga en ejemplos de líderes que confundieron su biografía con la causa del pueblo y terminaron devorando su propio legado.

Es triste, y no es exagerado decirlo, pero la actitud política de Cristina Fernández de Kirchner parece estar cumpliendo —consciente o inconscientemente— un rol funcional a la estrategia geopolítica de Estados Unidos. Al debilitar la unidad del peronismo y erosionar la proyección nacional de Axel Kicillof, la ex presidenta no solo obstaculiza la posibilidad de un proyecto autónomo argentino, sino que también concesiona terreno estratégico al potencial eje Buenos Aires-Brasilia-Ciudad de México en un virtual retorno del peronismo al gobierno en 2027, indispensable para reequilibrar el poder regional frente a la influencia norteamericana. En un contexto de disputa multipolar, la fractura del campo nacional argentino opera como una victoria indirecta de la hegemonía estadounidense, que necesita un peronismo dividido y sin conducción para sostener el experimento liberal y evitar que la Argentina vuelva a integrarse al bloque BRICS.

Si Cristina persiste en la lógica de la tutela interna y al daño extendido por pérdida de centralidad, quedará confinada al panteón de las figuras que fueron grandes, pero que no estuvieron a la altura de su tiempo. Ojalá Kicillof, o cualquier otro cuadro a la altura, asuma la responsabilidad histórica que Cristina elude; la de conducir la reconstrucción del campo nacional sobre nuevas bases. Pero el tiempo apremia; el peronismo no dispone de otra década para resolver sus contradicciones internas. Si no emerge pronto una conducción con visión estratégica, el futuro seguirá siendo escrito por los enemigos de la Argentina.

* Gustavo Matías Terzaga es abogado y presidente de la Comisión de Desarrollo Cultural e Histórico ARTURO JAURETCHE de la Ciudad de Río Cuarto, Cba.