Vino y porno

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Vino y porno

09 Mayo 2018

Por Daniel Mundo

Es probable que el lector abandone esta nota antes de llegar a la mitad –es muy probable que ni siquiera comience a leerla. Pero si por un momento se interesara por comprender algo, una relación que de otro modo ni se le hubiera ocurrido, entonces le aconsejo que se relaje unos segundos y lea lo que sigue: porno y vino. Al final podrá juzgar y decir que no lo convencí, y que todo el esfuerzo de leer una nota de dos mil palabras fue al pedo. Veremos.

Empezaría haciendo una referencia insólita, como si uno comenzara por el medio de un diálogo intenso. Empezaría así:

Ahora lo vamos a hacer con el whisky. Lo mismo que hicimos con el vino. Y mal que nos pese, algo que también ya hicimos con la mujer y con el sexo. Miren lo que voy a decir: convertimos todas esas cosas que tanto nos gustan en signos de sí mismas. Es raro esto, pero si lo digo en una oración se vuelve banal: no consumimos cosas que nos gustan, nos gusta lo que consumimos porque debemos consumirlo. A este consumo duplicado o mediatizado lo llamaría consumo espectacular.

El capitalismo ya no coloniza territorios o continentes, invade almas y ocupa psiques.

No sé bien cómo definir “consumo espectacular”. Probaría con esto: el consumo espectacular tiene como horizonte y como objetivo el goce. No todos los consumos tienen como imperativo el goce. Algunos son utilitarios, otros son pasatistas, otros son necesarios… y otros tienen que provocar o venir acompañados por el goce. Consuma lo que se consuma en el consumo espectacular, quiere con toda su voluntad una sola cosa: ¡gozar! En este punto, el pensamiento crítico y bien informado coincide con la publicidad más vulgar: ¡hay que gozar! De un modo u otro la serie placer-excitación-goce se convirtió en la cifra que se dio nuestra sociedad para soportar su explotación constante. De este modo, y mal que nos pese, la serie forma parte esencial de la explotación.

El porno, en el imaginario social contemporáneo, está íntimamente emparentado con el goce. Sea un goce heteronormativo y patriarcal (malo), sea un goce anal, lésbico o transexual (bueno), la pornografía tendría como consumación alguno de los tipos de goces ofertados en el mercado –para algunos psicólogos y algunas feministas este goce estaría totalmente alienado y pervertido, pero bueno, son gustos… Cuando los hombres hablamos de nuestro consumo de porno siempre lo hacemos desde un lugar “superado” o cool: tengo un sexo espectacular… y además tengo también un exceso de energía sexual que la descargo con el porno –a las mujeres, por muy diferentes motivos que en algún momento habrá que desarrollar, no les gusta mirar porno, dicen. En términos realistas, mirar porno no deja de ser nunca un hecho inquietante y siniestro por medio del cual nos cuestionamos las ilusiones que nos forman, que nos fueron inculcadas y que reproducimos, al mismo tiempo que nos dejamos fascinar por esas ilusiones. Las feministas y todes les antipornografía piensan, en cambio, que la pornografía es un texto pedagógico casi omnipotente que aliena el deseo de su usuario, somete a la mujer, cosifica los cuerpos, etc. Allá elles. Cada cual con su prejuicio. Nosotros pensamos que el porno es tan complejo, tan denso, tan obvio, que sólo un deficiente intelectual puede identificarse con alguna de sus múltiples figuras: con lo que nos identificamos no es figurable ni representable. Esto ya lo sabía el famoso Ch. Metz cuando hablaba de una identificación primaria con la cámara/pantalla.

La vez pasada ya descarté la fórmula simplista: porno = sexo explícito. Planteé que el porno dejó de ser un género menor, prohibido y perseguido, para pasar a ser una lógica real de vinculación virtual. Habría fenómeno porno desde el momento en que hay una implicación y un afecto que responden a lo percibido de una única manera, una manera que venía impresa en la causa de la afección, y que se consume o concreta (que se DEBE consumir y concretar) como placentera. El resultado inmediato es la excitación. Y el producto final la satisfacción frustrante. En esto constituye el mecanismo básico de vínculo mediático que llamamos porno: un signo que te excita, una excitación que te satisface o habilita una descarga, y una satisfacción o descarga energética que deja una sensación intensa de frustración. Una frustración que vivimos con culpa.

Bueno, ahora viene por fin la pregunta que me llevó a escribir esta nota: ¿Qué tiene que ver el vino o el whisky con todo esto? Para formularlo en una especie de regla de tres simple: el porno es al sexo lo que el vino es al gusto, más o menos.

Lo primero que quisiera dejar aclarado es que los más damnificados con toda esta recodificación psíquica somos los adultos, porque todavía retenemos en nuestra retina el recuerdo del referente, cosa que los nativos digitales no hacen ya. Es cierto, los nativos digitales se pierden el recuerdo de la experiencia del referente, para nosotros tan valioso. Pero si somos sinceros con nosotros mismos, nos diremos que ese recuerdo no vale tanto.

Hay un gusto aristocrático, un gusto que viene elaborándose desde hace cientos de años… pero es un gusto que los países modernos como el nuestro solo pueden disfrutar de manera vicaria, por algún tipo de mediación. La memoria, como el gusto, son orgánicos, inconscientes, no-voluntarios, o no son… o son otra cosa: el signo del referente, el reemplazo del hecho por el recuerdo: no recordamos el hecho, recordamos el recuerdo. El vino vino a ocupar el lugar de uno de esos hechos. Es decir —como asegura Baricco—, hasta hará cien años los territorios que producían vino eran muy escasos (básicamente en Italia y Francia). Esto cambió en la década del sesenta, cuando lugares lejanos de Europa, como California primero y Argentina desde los años noventa, empezaron a producir vino “de calidad” que competía por su valor con los “auténticos” vinos franceses o italianos. Fue la introducción del vino de calidad premiun como producto de consumo para la sociedad de masas. Este vino de masas borró de las estanterías del hipermercado los vinos auténticos. De hecho, los vinos auténticos nunca estuvieron en esas estanterías ni hubieran podido estar: eran muy caros y exigían una sabiduría orgánica que atesoraba una elite muy especial.

Cuando yo era joven, había un club selecto pero a la vez popular para los iniciados en el vino… o los que nos creíamos iniciados. Se llamaba el Club del Vino, propiedad de “Cacho” Vázquez. Quedaba en Palermo, mucho antes de que Palermo se convirtiera en lo que es hoy, un shopping de mal gusto plagado de marcas con onda. Yo quería pertenecer a ese club (me había asociado Raúl Carioli, dueño en ese momento de la librería Prometeo de la Av. Corrientes, que me confesó que no tomaba vino porque le hacía mal pero que le gustaba agasajar a las visitas cuando cenaban en su casa). En ese entonces, el Club te mandaba una caja de un vino que era realmente imposible encontrar en cualquier otro lugar. Eran bodeguitas que por lo general vendían su cosecha a las grandes bodegas de aquel entonces. Esas pequeñas bodegas todavía de capitales nacionales se guardaban un poco de las uvas cosechadas, y hacían sus propios varietales. Era realmente excéntrico recibir mes a mes esas cajas, con su ficha de información y una breve semblanza del vino que contenía la botella.

Pero este dato excéntrico era también el inicio por el que se fue instalando en el país el consumo masivo de vino de “calidad”. Argentina, a diferencia de otros países de la región, siempre fue un lugar en el que se consumía vino. Vino a granel, digamos, sin discriminar cosechas o tipos de uvas (el Etchart Privado era una excepción, con su uva torrontés). Pero desde la década del noventa en adelante fueron llegando al país capitales extranjeros. Junto con el capital llegaron los misioneros, los propagadores de cambios de hábitos fuertemente arraigados: los enólogos y sommeliers, las revistas gourmet con una receta de carne a punto y una nota recomendando vinos o whiskies, ahora. En ninguna parte es bien recibido el capital desnudo, menos en prácticas tan refinadas como las de la degustación de un vino.

Desde los años noventa en adelante la industria del vino se transformó. Lentamente fue introduciendo cambios irreversibles. Por ejemplo, elegir la uva del vino que uno quiere ese día saborear. Para alguien educado en el vino antes de su masificación selecta —antes de nosotros, digamos—, este varietal que venden como único, con sus sabores característicos y su color exclusivo, es un vino semejante a muchos otros, porque tiene un proceso de producción exactamente igual a todos los otros. Nunca debemos perder de vista el proceso de producción que caracteriza a la mercancía que nos gusta. El capitalismo del exceso no hubiera logrado reproducirse si el mercado se encontraba acotado a esa élite selecta de conocedores orgánicos de los buenos viejos vinos de siempre.

Lo que sucedió es que cambió el proceso de producción del vino. Ya no era imprescindible traer desde Francia roble añejado, ni había que estar rezándole a dios para que detuviera las lluvias. Sin la innovación tecnológica que regula la temperatura ambiente en la que fermentan las uvas, la uva y su fermentación estaban atadas a cosas tan absurdas como las variaciones climáticas. Por eso, en aquella remota época, eran tan importantes los años de las cosechas, porque un año había habido sequía; otro, lluvias en abundancia; o mucho frío, etc., accidentes todos estos que afectaban al vino. Hoy, con la asistencia tecnológica, nada de esto ocurre. Llueva, truene, haya un sol de los mil demonios, el vino está protegido a una temperatura ideal estipulada por los manuales de uso de esas cisternas o barriles de aluminio o roble francés, da lo mismo. Si mantenemos la fecha en la etiqueta no es porque un año sea mejor que otro sino para alimentar ese mito de la autenticidad y de la exclusividad que son imprescindibles para sostener el glamour de la ingesta de vino. La referencia real ya no tiene importancia.
En el sexo, a esta patina de humanidad lo llamamos amor y orgasmo conjunto.

Mal que le pese a nuestra clase social, todos los vinos varietales y exclusivos que tomamos en la actualidad cuentan con una intervención científica que colabora en su sabor y sus rasgos únicos. Esto es una contradicción, pero también es una realidad. El esfuerzo de negación que hacemos para no advertir esto es descomunal. Y absurdo, porque esta manipulación, que nos parece inmoral, es la única razón por la cual nosotros llegamos a disfrutar del vino, del whisky o del sexo.

Los motivos por los que aceptamos y festejamos toda esta industrialización y estandarización del vino son los mismos por los que aceptamos como por default y reinterpretamos a nuestro gusto el consumo de porno. Ambas experiencias dan cuenta de nuestro “auténtico” gusto. Pongo entre comillas el término “auténtico” porque justamente lo que ponen en evidencia experiencias como éstas es que el valor de autenticidad, como el valor del original, o de lo exclusivo, o de la belleza, etc., son hoy producidos para una sociedad que enriqueció su gusto… a costa de estandarizarlo.

La responsabilidad del porno en la tergiversación de nuestros gustos es insignificante en relación con la de la industria del vino o de la globalización del “prestigio” del whisky. No por nada hace un par de años se inventó esa app por medio de la cual, leyendo las barras de la botella, se puede conocer su precio. También nos recomienda otras marcas de vinos que se asemejan en la consistencia, en el sabor, en la “calidad”, al que elegimos… por si el que elegimos no está en la carta del restorán. De acá a Tinder no hay casi ni un clic.