León Pomer: Estado, política y negocios

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León Pomer: Estado, política y negocios

27 Enero 2012


Publicado en 1968, La guerra del Paraguay. Estado, política y negocios marcó un punto de inflexión en el análisis del conflicto bélico suramericano. León Pomer presenta un trabajo en el cual los sucesos históricos son leídos a través del cristal de los intereses materiales que los constituyeron. Publicamos su capítulo introductorio que, a la par de brindar un panorama fundamental para comprender este genocidio, nos enseña una manera de historiar completamente opuesta al “mitrismo” de la historia.   

 
Para entrar en materia

Esta no es una historia del acaecer militar, político y diplomático relatado cronológica y circunstanciadamente. Lo que no lleva desdén para esta esfera de los hechos que produjo entre 1865 y 1870 la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay) contra el Paraguay gobernado por Francisco Solano López. No hay desdén ni prescindencia de ellos; solo que el énfasis va en el costado de los intereses económicos –zona de penumbras y sordideces- porque allí están las claves de la verdad más íntima, esa cuyo fenómeno, pero no esencia, son las batallas, las negociaciones y las palabras que se susurran, se escriben o se vociferan. Y si debe aceptarse que no todo lo explica la economía, habrá que convenir que nos lleva a lo hondo y que ha sido escasamente solicitada por los estudiosos de la guerra contra el Paraguay. Queda dicho entonces que esta no es estrictamente una historia económica, pero tampoco aquella en que las contiendas humanas son atribuidas casi exclusivamente –sin casi a veces- a una exacerbada disparidad de ideas que deviene antagonismo y más luego conflicto que se resuelve por las armas. Las ideas mueven a los seres humanos, pero hay un motor último y determinante que estos pueden o quieren ignorar: los intereses materiales. Y las palabras de que se revisten púdica e inevitablemente las ideas suelen obrar a modo de humo en los ojos: hechos, objetos y procesos reales se deforman, se desdibujan y acaban por desaparecer. Hay quien termina por aceptar como normal esa visión grotesca y el humo que la envuelve.

Las ideas contradictorias reflejan contradicciones reales, pero no siempre en los términos precisos que fuera necesario. Así, es gran desatino admitir que representan la “civilización” el Brasil monárquico y esclavista, la Argentina en que Mitre ejerce el terrorismo contra el pueblo y el Uruguay de Venancio Flores, caudillo enancado en Mitre y el Brasil. Y el admitir que el Paraguay de López es “barbarie” porque carece de formas democráticas, comerciantes extranjeros, préstamos ultramarinos y una clase dirigente proclive a prosternarse ante el dueño de las libras esterlinas.

Mas la versión difundida de la historia la escribieron los triunfadores, sus parientes y descendientes, sus amigos; obviamente, es “su” visión de las cosas. Por eso eludirán los recintos donde se archivan las facturas que los proveedores de los tres ejércitos cobraron escrupulosamente a los aliados. También evitarán desenterrar las pruebas de los negociados permitidos por la guerra, de las especulaciones exitosas, de las fortunas increíbles sobrevenidas en pocos años. Escribirán “historias”, ya que no Historia, y ellos, los que aparentan descreer de todo lo que no sea puja de ideas y de ideales, aún no han desaprobado estas palabras que alguna vez Sarmiento escribió a la señora Mann: “Es providencial que un tirano (alude a Solano López) haya hecho morir a todo este pueblo guaraní. Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana”. Palabras en las que no debe verse un irreflexivo arresto emocional sino una razonada y fría concepción que arranca de la de la división inconciliable y polar de “civilización y barbarie”. Y por “civilización” debe entenderse libre comercio: libertad absoluta a capitalistas extranjeros para traer, circular y sacar; liquidación de monopolios oficiales que, como los del Paraguay, no se compaginan con la política de las grandes potencias centrales, Inglaterra a la cabeza. El mismo sayo “civilizado” servirá para cubrir una formalidad democrática puramente exterior acompañada de la más desaforada violencia contra el pueblo, y otra violencia si menos espectacular no menos desaforada: el despojo del país y la enajenación de su voluntad nacional.

Pero sin duda había que civilizar, si por ello entendemos el acceso a los grados superiores de desarrollo económico, social y cultural, partiendo de lo existente, de la vida real. Y ese acceso no podía consistir en adornar lo viejo con “novedades” que no alternan su fundamental sustancia y su ritmo cansino. Pero esto fue lo que se hizo, de resultas de lo cual lo viejo permaneció más o menos intacto, más el adorno de una Constitución y un Parlamento, códigos y elecciones fraudulentas y ferrocarriles y otros índices de una modernidad sui generis que deja inmodificada la vetustez esencial. La única civilización posible –concebida en términos de total trastorno de lo existente y como acceso a un grado superior de desarrollo- consistía en la introducción de la producción capitalista y las relaciones que esta engendra. Pero la dialéctica de los hechos reales –no la que rige las ilusiones ni los proyectos en abstracto- quiso otra cosa. No era la cuestión de un acto de voluntad: la historia no brindó las condiciones requeridas para que esa voluntad, si existía, deviniera acción revolucionaria. La peculiar constitución de nuestras clases sociales, el tipo de intereses que defendían y a que estaban vinculadas en el exterior exigían integrar el país en el mercado mundial capitalista, mas no introducir el capitalismo en profundidad.

Antes bien, lo excluían. Para exportar materias primas y alimentos y adquirir productos de la industria y bebidas espirituosas era imprescindible unificar el espacio nacional, imponerle paz y tranquilidad, trazar telégrafos y ferrocarriles y tener un Estado con adornos de modernidad. Y nada más. Pero aquí, en este punto, en todo lo que quedaba excluido, venia el desarrollo de una producción industrial capitalista y una explotación agraria diversificada y moderna, con múltiples campesinos dueños de su tierra y en aptitud de constituirse en algo más que productores: en consumidores, en mercado interno de la producción nacional. Mas esto no ocurrió porque la dialéctica de la historia –valga la insistencia- no proporcionó la posibilidad de que ocurriera. Determinó, en cambio, la destrucción de la artesanía vernácula y el hambreamiento de miles de familias que no pudieron suplantar su condición de antiguos propietarios de limitados y precarios medios de producción por una nueva condición: la de proletarios modernos, desposeídos de todo, excepto de su fuerza de trabajo. Y hubo hambre porque la masiva introducción de mercancías y la carencia de interés de las clases dirigentes locales impidieron la erección de una industria capitalista que hubiera requerido la mano de obra constituida por los ahora hambreados ex artesanos, pero también ex esclavos y ex pequeños campesinos y mineros y otras gentes oscuras, víctimas de la descomposición de una economía que aún no engendraba en sí misma los factores de una superación. Y los que tenían para vender solo su fuerza de trabajo no lograron que nadie la demandara: hubo alzamientos, montoneras y rebeliones. Hubo caos social. Pero hubo ferrocarriles y telégrafos y un Estado con apariencia de modernidad que se mostró implacable no con las causas del atraso sino con sus víctimas: habrá exterminio físico para quienes estaban poco menos que sobrando. Y se llamó “civilización”...

En el país guaraní las cosas fueron distintas: ni hambre ni caos y atisbos de un desarrollo moderno con circunstancias cada vez más favorables para que ello ocurriera. Circunstancias internas, por supuesto. Con ferrocarriles, telégrafos y fundición de hierro, con una vasta industria artesanal y la casi total ausencia de latifundistas, sin una clase mercantil orgánicamente vinculada a las potencias centrales y un dilatado campesinado usufructuando tierras propias o del Estado y explotaciones agrarias estatales, en el Paraguay íbanse creando condiciones para un acceso a nuevos y superiores grados de desarrollo económico, social y cultural para una vía inédita y si se quiere insólita. Ejemplo penoso y peligroso para los gobernantes del Brasil y del Plata; pero además realidad cerrada para el pillaje de los que estaban pillando nuestro país, el Uruguay, el Brasil y otros países de América del Sud. Y esto fue llamado “barbarie”. De ahí el odio de Sarniento a López y a su pueblo y su alborozada confesión a la señora Mann. De ahí su encarnizado odio al Chacho, López Jordán y las masas campesinas que los acompañaban. Esas gentes –parecía opinar don Domingo- solo podrían ser redimidas por el Rémington y el cañón último modelo; debían ser borradas porque estaban sobrando: eran la barbarie.

El pensador liberal y “civilizado” no entiende la realidad, no sabe dominarla o no puede, lo mismo da. En todo caso trata de borrarla, pero ello supone borrar la presencia humana multitudinaria inapta para comprender los proyectos elucubrados en abstracto. El pensador calmará los reclamos de su conciencia: la “civilización” bien vale un holocausto de sangre. Solo alguna vez –como quien se confiesa ante amigos- pronunciará la verdad y llegaremos a esto: también el Paraguay debe integrarse en el mercado mundial. (Pero en la práctica, condicionando su interés nacional al interés de las potencias centrales de Inglaterra en primer término. No será integración para crecer y fortalecerse; sí para que engorde el amo de ultramar y su industria en crecimiento impetuoso con un pueblo que debe ser provisto cada vez más de alimentos para renovar fuerzas a diario y acrecentar la producción). Deben sumarse los paraguayos a la gran familia del comercio mundial –opinará el pensador- pero antes liberarse. (En la práctica, los paraguayos serán liberados de gobernar su país, sus propios campos, ferrocarriles, finanzas y destino nacional). Aunque involuntariamente, grande es la ironía de los “civilizadores”. Pero en ella queda expresada la razón fundamental de la guerra, con independencia de las razones específicas de cada uno de los tres aliados y las razones personales, ideológicas, económicas o las que fueren, de los miembros de las respectivas clases dirigentes. Pero todas las demás razones caben en el cuenco de la razón fundamental: gobernar desde la metrópoli la voluntad nacional del Paraguay, explotarlo y saquearlo, eliminarlo como mal ejemplo, reducirlo a condición servil. Y en definitiva el grande, el definitivo beneficiario de la destrucción del pueblo paraguayo será Inglaterra, que en cuanto primerísima potencia mundial estará en mejores condiciones que nadie –que ninguna otra potencia ni clase alguna dirigente de los tres aliados- para sacar partido de la postrada nación guaraní.

Pero los socios menores sacarán tajada. Será económica, desde luego, y habrán de deglutirla algunos miembros dilectos y antiguos y otros recién llegados de las clases dirigentes. Más habrá una gran tajada política. El exterminio del Paraguay de López –de “ese” Paraguay- es condición política vital para afirmar el dominio liberal en Argentina. Lo fue el paso previo: la liquidación del gobierno blanco uruguayo; lo será en igual medida la represión sanguinaria de las masas alzadas antes, durante y después del hecho bélico. Había que exterminar todo aquello que pudiera resistir por presencia, por ejemplo o acción la nueva era “civilizadora” advenida a estas tierras.

La unidad política y la unificación del mercado dentro del marco nacional no se hará por el desarrollo de la producción capitalista y la instauración de nuevas relaciones sociales: será fruto de la violencia hacia adentro y hacia afuera. La diosa mercancía abandonará las vestiduras de seda para calzar las armas de la guerra: ya no puede servirse únicamente del arma de la retórica y hará hablar a la retórica del arma. Mas empuñando esta arma o aquélla, cuidará de aromar sus acciones terroristas con el incienso verbal; sus crímenes colectivos, su despiadado terrorismo será ejercido en nombre de la “civilización”.

Los espacios nacionales de donde la metrópoli obtiene materias primas y alimentos y a los que envía mercancías deben estar sólidamente unificados bajo la hegemonía de las clases objetivamente interesadas en mantener la dependencia del amo ultramarino. Y si este se queda con la parte del león, sus aliados vernáculos retienen la porción del ratón. Pero en nuestro caso argentino esta porción es de lo más sabrosa y suculenta que la historia haya ofrecido jamás a clase dominante alguna de país colonial o semicolonial. Tanto como para empeñarse en sórdidas y riesgosas aventuras bélicas, evitando de paso a la potencia dominante la mortificación de enviar marinos y barcos, y por supuesto el gasto que ello demanda. El amo dará dinero; pero aquí podrán el cuerpo y sacarán la cara. Cuerpo y cara del pueblo; los beneficiarios estarán en retaguardia. Y el amo dará el dinero –lo cobrará posteriormente con exquisitos intereses- no cuando lo pida el lacayo sino cuando el amo lo crea oportuno. Obrará con arreglo a su lógica imperial. Cuanto mayor la necesidad, más concesiones hará el necesitado de obtener los medios financieros que le permitan salir con bien de la aventura. Después de la guerra contra Paraguay, la Argentina queda encadenada por muchos años a la voluntad de Inglaterra. En las páginas que siguen se intentará mostrar –siquiera parcialmente- algunos aspectos del proceso, que forzosamente debió ser marcado en un contexto. La lección que surge tiene vigencia: no es letra muerta de la historia. Pueblo que conoce la verdad de su pasado comienza a tener cabal conciencia de su presente. Por lo demás, en el presente que vivimos nos está doliendo el pasado; lo padecemos y es nuestro, está entre nosotros, hoy y aquí.


León Pomer
Buenos Aires, 1968.              

              

La guerra del Paraguay. Estado, política y negocios, 

León Pomer

Ediciones Colihue, 2008.