El carnaval según Arturo Jauretche

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El carnaval según Arturo Jauretche

14 Febrero 2012

“El arte de nuestros enemigos es desmoralizar, entristecer a los pueblos. Los pueblos deprimidos no vencen. Por eso venimos a combatir por el país alegremente. Nada grande se puede hacer con la tristeza”. Arturo Jauretche

El pensador argentino, Arturo Jauretche nació el 13 de noviembre de 1901, en la ciudad de Lincoln. Falleció el 25 de mayo de 1974. Abordó la literatura, la sociología, la ciencia política, el ensayo costumbrista, economía. Haciendo un esfuerzo conceptual y modernizando, podríamos decir que hizo hasta antropología cultural. Hombre de acción, escritor de cuentos, poemas y artículos en variadas publicaciones y un gran polemista. Entre su obra podemos destacar el poema gauchesco “El Paso de los Libres”, 1934; Los profetas del odio”, 1957; “Prosa de hacha y tiza”, 1960; “El medio pelo en la sociedad argentina”, 1966; “Manual de zonceras argentinas”, 1968; “Mano a mano entre nosotros”, 1969; “De memoria, pantalones cortos”, 1972, entre otras. De esta última obra, publicada por la Editorial A. Peña Lillo, transcribimos un fragmento del capítulo VII.

El corso, carros de carnaval y el juego de agua en la memoria de don Arturo Jauretche
Corrían las primeras décadas del 1900.

“(...) En otoño e invierno, las fogatas, en primavera los barriletes y en verano el carnaval. Enseguida que aflojaba el tiempo del barrilete, empezaba la construcción del carro de carnaval, que también se hacía en lo de Gangoiti, donde teníamos un papel mixto de colaboradores y colados. Pancho Gangoiti era ya casi hombre y estaba provisto de imaginación y habilidad manual. Era una especie de ingeniero en carros de carnaval y todos los años salíamos en ellos convencidos de que el corso esperaba expectante nuestra presencia, y siempre con la aspiración de un premio que sólo ganó mucho más tarde hasta que se hizo casi rutina. Pero yo ya no estaba en Lincoln, aunque mantenía mi secreta adhesión al grupo, y a la distancia viví el triunfo de nuestro carro como si hubiera o participado en el mismo.

Ahora los corsos de Lincoln son famosos en todo el oeste y le hacen con sus carros una pequeña competencia de prestigio a los de Corrientes con sus comparsas. La fama de los de mi pueblo proviene de numerosos y excelentes carros carnavalescos que han resultado de la pasión y las técnicas de Pancho Gangoiti, que inició la combinación de poleas y ruedas articuladas con la de locomoción que da vida y movimiento a las partes, en conjunción con las posterior presencia en el pueblo de los hermanos Urcola, excelentes dibujantes y artesanos del papel maché que han hecho escuela, originando sucesivos expertos en la fabricación de figuras y motivos, con los de las fallas valencianas. (En otro lugar señalo que la “Masonería Vieja” es hoy el taller que la Municipalidad les ha facilitado para sus enseñanzas).

El corso de Lincoln es tan importante hoy que algunas noches se ha registrado la presencia de miles de forasteros, en número cuya significación se apreciará si se señala que excede la población de la planta urbana. Concurren vehículos de hasta 200 kilómetros a la redonda y si bien muchos retornan después del corso, la capacidad de hoteles y fondas es ampliamente desbordada y aun también la de los vecinos que ofrecen ocasional alojamiento para contribuir al brillo de la fiesta. Otro auxilio consiste en un gran campamento de carpas que se instala en el Parque Municipal.

Esto parece no incluible en mis recuerdos remotos del pueblo porque es actual, pero me interesa señalarlo porque pienso que dentro de pocos años, serán muy raros los lugares donde se celebre el carnaval en la forma tradicional, con los carros alegóricos que demandan largos preparativos y una especial artesanía; entre esos lugares, estará Lincoln, y a alguno se le ocurrirá averiguar cómo se originó esa tradición. Para esos averiguadores, lo cuento, porque tuve la suerte —muy poco frecuente— de haber conocido el origen y la trayectoria de una tradición desde su origen, antes de que alguna Academia de Historia le dé una explicación a piacere y la protocolice como cosa juzgada. (Mis lectores lo entenderán porque seguramente se sabe poco del carnaval de Lincoln pero bastante de la Academia de la Historia).

El corso de mi pueblo era escenario de cortesías amaneradas en las que hombres y mujeres intercambiaban serpentinas y perfumadas varas de nardo, la flor que en esta época está en su apogeo. Advierto que nadie sospechaba allá el signo erótico del nardo, del que oí hablar después, pues de lo contrario lo hubieran prohibido las castas costumbres locales. ¿Pero puedo recordar los nardos y olvidar los exquisitos aromas del óleo fragans, de las diamelas y jazmines, de las ramitas de diosma y de aquellos cartuchos de papel como de caramelos donde media docena de magnolias foscatas se escondían entre los senos de una niña o perfumaban los roperos alternando albahacas?

(...) Se conocía en aquel tiempo el lenguaje de las flores y su colocación en el pecho de las damas o en el ojal del saco de los hombres constituía un lenguaje cifrado, que incitaba o rechazaba; insinuaba preguntas y asestaba contestaciones, con lo que estas delicadas mensajeras venían a suplir la audacia que faltaba a los tímidos amantes; facilitaban los primeros pasos y también ahorraban las duras palabras del rechazo. Todos estos diálogos tácitos, casi un lenguaje masónico, se intercambiaban entre vehículos, peatones y palcos, mientas los disfrazados se liberaban de su cortedad tras las grotescas máscaras, o aquellas increíbles, por inexpresivas, caretas de alambre que completaban el disfraz de gaucho con una cara de idiota que destruía toda la gallardía del atuendo, malogrando el ruido de las espuelas arrastradas y el efecto del facón atravesado a la cintura. Todo entre el tumulto de la comparsa de indios, el parloteo de los cocoliches, o la concentrada timidez de las mascaritas de dominó que no lograban pasar de la aflautada voz que decía: “¿Me conocés, me conocés?” con la monotonía del loro que pide la papa.

La vara de nardo del corso me desvió a la jardinería pero ya estoy de vuelta y veo destacarse las figuras de dos o tres “cajetillas”; “comisarios del corso”, sobre sus caballos con montura inglesa, con sus botas o polainas de color y breeches blancos recién planchados. Pasan entre máscaras, comparsas y murgas, inspeccionando los carruajes, desde los breaks de las niñas de las estancias tirados por troncos de un pelo, a los sulkys y charrets de las chacras con sus modestos caballos de trabajo y sus aperos viejos y descoloridos pero adornados con los más blancos plumachos de las cortaderas, cecinados en el próximo bañado, frecuentemente teñidas de rojo, azul, verde y amarillo. Las familias conocidas del pueblo están en los palcos; entre todos estos, el más grande es el de la Comisión, que los aspirantes a los premios miran de reojo al pasar, queriendo adivinar por la expresión de las caras de sus miembros, el futuro veredicto.

El corso terminaba con el disparo de una bomba a las doce en punto. Con la bomba se producía el desparramo de la mayoría de los carruajes, que disparaban por las calles laterales, especialmente los que optaban al premio y querían conservarse incólumes para las noches siguientes. Terminaba el inocente juego de los pomos, de “Las bellas porteñas”, que era la marca más prestigiosa. Los que seguían en el corso se transformaban: parecían baldes, jarras y globos de goma llenos de agua y a las instalaciones técnicas como la bomba de patio se agregaba la del barril, que habían permanecido ocultos bajo serpentinas durante el corso y empezaban a regar a todos con el chorro de una manguera. Unos se aguantaban a pie firme y participaban en este reemplazo de las serpentinas y las flores por los chorros, los baldes y los globos de agua y otros, mas previsores, se cubrían con impermeables. Se repetía así a la noche lo que había ocurrido por la tarde frente a las casas —y a veces en los patios—; allí donde había mujeres dispuestas se libraban verdaderas batallas que generalmente ganaban los hombres, por más que muchas veces, ocurría que uno de estos caía prisionero de las niñas débiles convertidas en la ocasión en guerreras amazonas que recuperaban los músculos de sus madres pioneras. Esto daba para la burla de todo el año, porque al prisionero lo metían en una tina o en una bañadera, de aquellas de latón, colocada estratégicamente junto a una canilla. Y no era fácil escaparse, hasta el punto de que más de un prisionero terminaba casándose con una de sus captoras.

Los chicos no éramos admitidos en el juego de agua de los grandes, que era un sí y un no, agresivo, enmascarando el devaneo amoroso y también las vivas tentaciones, resultado de la ropa que al mojarse modelaba las formas femeninas ocultas antes bajo el vuelo de polleras y batas.

Los chicos nos desquitábamos desparramados por el pueblo con bombas, baldes y tachos, acosando a todo bicho que camina, sin distinción de sexo ni edad. Inútilmente protestaban los varones apelando al refrán: “pan con pan comida de zonzo” porque no hay refrán sin contra refrán y podíamos apelar entonces al que dice: “a falta de pan buenas son las tortas”.

En El Corsito, publicación de divulgación y consulta sobre el carnaval.
Dirección: Coco Romero
Producción: Centro Cultural Rector Ricardo Rojas