Sinfonía para Ana: éxito y debate

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Sinfonía para Ana: éxito y debate

03 Febrero 2018

Por Demian Konfino

Ana (Isadora Aridto) e Isa (Rocío Palacín) son amigas íntimas desde la infancia. La efervescencia de la militancia juvenil de los años 70 las encuentra cursando los primeros años de la secundaria en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Deciden involucrarse. Luego, adolescencia y política se erigen como dos ejes potentes que adquieren sus propios rumbos y se entrecruzan a lo largo de todo el film.

Si bien el cine nacional ha abordado la temática en diversos formatos —inclusive el golpe del 76 fue contado desde el protagonismo adolescente en la clásica La noche de los lápices— resulta novedoso el enfoque elegido, en el que los actores interpretan jóvenes que recién ingresan a la adolescencia y que, por lo tanto, empiezan a dejar de ser niños. Con ello, sus preocupaciones pasan por el primer beso y la primera vez, a la par que comienzan a entender qué es la política y la militancia.

La fotografía, el vestuario, la música y la puesta en escena son aspectos descollantes. En todo momento, el espectador siente que está ahí, en el Nacional Buenos Aires de los 70. De igual modo, la actuación de Isadora Ardito, hija de los directores, es reveladora.

Una voz en off, la de Ana, teje el hilo narrativo que enlaza una escena con otra, en un registro melancólico que tiñe toda la obra y redunda en un largo epitafio cargado de emociones. Es un relato crudo que recoge la mirada de una de sus protagonistas. La obra, de todos modos, logra el efecto “sorpresa” deseado con un giro inquietante sobre el final.

Sin embargo, el guión —escrito por los propios directores— padece algunos vacíos que despiertan la polémica.

El film tiene un nicho, un público al que se dirige. Y que, sin dudas, le ha respondido notoriamente. Basta con ir a una función en el Gaumont y dejarse llevar por los rumores de la sala, que oscilan entre la congoja y el aplauso final. Se trata de un espectador politizado, identificado con las ideas del campo popular y de izquierda. Principalmente apunta a los jóvenes, aunque también a quienes formaron parte de la “maravillosa juventud” en aquellos años. Recordemos que el film es una adaptación de la novela homónima, escrita por Gaby Meik, ex estudiante del Nacional y está basada en hechos reales.

Por ende, la película apunta a un verosímil. Se autoexige en ese sentido y, a veces, flaquea. Sorprenden dos omisiones puntuales que acaban poniendo en jaque esa credibilidad anhelada: la ingenuidad política de Ana y la relación de Ana con sus padres.

Vamos por partes.

Ana se mete en política. Va a la plaza en el 74 —junto con Isa— y escucha Juan Perón despedirse con su alegórica frase: “Llevo en mis oídos la más maravillosa música, que es para mí, la palabra del pueblo argentino”. Se hace peronista. Se acerca a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), la línea de la JP en los secundarios. Se integra. Pasa a ser militante.

A pesar de ese estatus, en toda la película Ana nunca emite un discurso político, no se trenza en discusión ideológica alguna ni esgrime una idea concreta sobre qué significa su militancia. Tampoco se narran acciones políticas concretas como apoyos escolares en villas o panfleteadas en el colegio o en fábricas.

Esta omisión en la trama resulta altamente llamativa cuando su militancia se profundiza y pasa a la clandestinidad junto a sus compañeros, yendo a citas y recibiendo la pastilla de cianuro. Ana parece acompañar todo este proceso con una intensa ingenuidad, jugándose la vida sin saber muy bien por qué. En alguien que toma esa decisión, aún a su corta edad, resulta sorprendente que no pueda hilvanar alguna aproximación teórica o práctica que acompañe esa audacia.

En sus charlas con Isa, la principal preocupación de Ana es el amor o si tener o no relaciones sexuales por primera vez, todas cuestiones que reflejan el pensamiento de una joven de esa edad pero que parecen quedar cortas en alguien que se está jugando la vida por algo a lo que nunca identifica. La tragedia como algo absurdo es un borde al que peligrosamente se acerca la película.

Valga la comparación, en La noche de los lápices los jóvenes luchaban por el boleto estudiantil. La película de Héctor Olivera se hizo cargo de ese eje aunque omitió identificar a la “justicia social” o al “socialismo nacional” como las causas que guiaban el comportamiento de esos jóvenes platenses. Este silencio evocó algunas voces críticas pasados los años.

En Sinfonía para Ana, los compañeros de Ana discuten política, expresan acaloradamente sus ideas, se apasionan o se indignan. Inclusive Isa. Sin embargo, del sentimiento político de Ana solo se sabe que se hizo peronista por haber estado en la plaza el día de la despedida del General y que comparte con su mucama la tristeza por la muerte del líder nacional.

En esta línea, Ana tampoco retruca los retos de sus padres. Por sumisión o por no tener argumentos. Ana parece confundida. Y probablemente sea ese el papel que deba interpretar. Pero atenta contra el verosímil de una militante política con sobradas muestras de temeridad. Hay dos planos que no conectan armónicamente.

Los padres de Ana (interpretados por Javier Urondo y Vera Fogwill) son el otro gran interrogante del film. Son progresistas. Hay iconografías del Che y textos de Paco Urondo en el hogar. No obstante, nunca dialogan con Ana. Alternan entre la represión y la pasividad. Al menos, hay dos situaciones concretas que merecían algún diálogo o alguna escena en el guión.

Se producen “caídas” de compañeros muy cercanos a Ana. Ante ello, el resto de los compañeros —junto a sus padres— deciden exiliarse. Ana y sus padres se quedan, sin que siquiera se haya discutido esa posibilidad.

En otro plano de la misma secuencia, no solo no se exilian, tampoco la cambian de colegio. Ana —en absoluta soledad— sigue estudiando en el Buenos Aires en plena dictadura. Ni siquiera la voz en off da cuenta de la resolución, de la asunción de ese riesgo, a priori, innecesario e imprudente.

Hechas estas salvedades —atribuibles al guión, esencialmente—, los sentimientos de injusticia e indignación que invaden al espectador a lo largo del film son magistralmente convocados por los realizadores.

Es una película triste y, a la vez, necesaria. No hay épica ni esperanza. Sin embargo, tampoco lega una angustia paralizante. Por el contrario, pone sobre la mesa jirones de memoria que se niegan a callar.

Sinfonía para Ana, la película que acaba de salir de la cartelera del cine Gaumont tras su exitosa exhibición a lo largo de 15 semanas, pasa a formar parte de la notable tradición de nuestro cine comprometido, aportando arte y mucha memoria al recuerdo de jóvenes militantes que fueron desaparecidos por el poder totalizante de una dictadura sangrienta.

El involucramiento empático de los directores con la obra se palpa y se trasmite. Las lágrimas de miles de espectadores coronan un merecido homenaje para esas pibas y pibes que siguen estando presentes en cada nuevo joven que recoge sus banderas y decide luchar por un futuro distinto.