La La Land: la fábrica de los sueños perdidos

  • Imagen

La La Land: la fábrica de los sueños perdidos

21 Enero 2017

Por Nuria Silva

"Esta película está muerta", dijo mi novio apenas pasamos la primera mitad de La La Land: Una historia de amor (espantoso subtítulo local que desdibuja los sentidos del original). A mí ya me estaba llamando la atención el predominante color azul y su combinación con el rojo que lo torna negro, además de la omisión paulatina y cada vez más evidente de los números bailados y cantados. La observación de mi compañero no pretendió señalar el estancamiento rítmico que de todas formas sentimos al pasar la primera hora, sino la permanente cristalización de un pasado irrecuperable, como si la película buscara aferrarse a todo lo ya deshabitado. Y algo de eso hay. La La Land empieza con un número musical filmado en un estimulante plano secuencia, bajo un sol radiante, surgido en el epicentro de un embotellamiento pronto colmado de ropas coloridas y personas de todas las etnias posibles que, con la gratuidad propia del género, se disponen a bailar y cantar una melodía optimista sobre sueños a seguir; pero termina de noche, encerrándose en un bar subterráneo, con una iluminación predominantemente azul, regodeándose en lo perdido antes que en lo conseguido en compañía de un solo de piano sin voz.

Otra breve secuencia de la película confirma este ánimo; mientras los protagonistas, Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone), caminan por los estudios de la Warner, donde ella se desempeña como barista en una cafetería del lugar, atraviesan tres sets en los que están filmando -a la vieja usanza- un western clásico en el primero, una película romántica en el segundo (que remite a Los paraguas de Cherburgo, musical moderno, extremo y extenuante filmado en 1964 por Jacques Demy), mientras que en el tercero vemos la escenografía de un cementerio que nadie está filmando. La cita a Demy más que el musical evoca la modernidad como irrupción incómoda, por lo general crítica y desencantada, que vino a revelar los secretos y las intenciones del artilugio cinematográfico, lo que en cierta medida implicó violentar la inocencia del espectador y su creencia. Esta escena también manifiesta el estado presente de Hollywood como fábrica de sueños (perdidos).

La nostalgia de Damien Chezelle es tan verdadera como su amor por el cine y el jazz y, tal vez por esto, tiende al pesimismo. El director no parece pretender revivir el género musical con La La Land, si no declararlo muerto y/o enterrarlo, como David R. Mitchell con el terror en Te sigue (It Follows, 2014), James Grey con el melodrama en Los amantes (Two lovers, 2008) y, a miles de pasos de ventaja, Quentin Tarantino con el western (y otros tantos valores fundacionales) en Los 8 más odiados (The Hateful Eight, 2015).

La primera hora de La La Land contiene unos siete números musicales, en su mayoría incidentales (surgidos artificialmente en escena), mientras que la segunda tiene unos cuatro, predominantemente diegéticos (la fuente musical se justifica en el plano), con excepción del último que nos devuelve el artificio pero desnudándolo como mentira. Mentira que además evidencia una ideología antes que un sentimiento. Esta secuencia de montaje final, nacida de la imaginación de Mia, me hizo pensar en Mommy (dirigida por Xavier Dolan, otro joven posmoderno agridulce) y en la secuencia que representa la proyección de sus sueños sobre un hijo que no encaja en ellos. El Sebastian de Chezelle, como el Steve de Dolan, intenta satisfacer las demandas de su partenaire femenina (allá madre, acá novia, aunque lo mismo da), pero el azul que viste es más de solitario que de príncipe, y ella resulta ser más princesa –reina en potencia- de lo que aparenta.

La puja entre tradición y modernidad (o entre obligación y deseo), rivalidad en principio sensual que deviene en onanismo angustiado, ya estaba presente en su anterior trabajo, Whiplash: Música y obsesión, que resulta ser más musical y estar más viva que La La Land porque se construye sobre un crescendo orgásmico y sublimatorio, mientras que la segunda va decrescendo hasta culminar en un cierre amargo que pone en evidencia unos cuantos (des)engaños.

La La Land es una película romántica, sí, pero no en el sentido superficial que se le suele dar al término especialmente cuando se lo relaciona al género cinematográfico ("no digas romántico como si fuera una mala palabra", le dice Sebastian a su hermana en una escena). El carácter verdaderamente romántico, entendido como quiebre o ruptura con las estructuras clásicas para desplegar la autenticidad del sentimiento, queda ligado a Sebastian, pianista de jazz. Mia, que aspira a convertirse en una estrella de cine, encarna el ideal romántico fundado en la institución matrimonial y en la familia. Una película cuya esencia es la música resulta atendible la relación que cada personaje tiene con ella. En palabras breves: Mia es el musical, Sebastian es la música. Mia es el cine, Sebastian es la música. Esto dice mucho: Mia es manipulación, Sebastián es emoción.

La La Land comienza con Mia y termina con Sebastian. Tradición y modernidad. Obligación y deseo. Mujer y hombre. Música y cine. Arte y espectáculo. Europa y Hollywood. Pura partición, espejo, división, dialéctica. La estructura de la película presenta dos mitades con dos finales acordes: la primera anclada en la comedia romántica musical, con su respectivo final feliz de baile entre las estrellas y beso entre las butacas; la segunda empieza a volcarse hacia el melodrama, con su respectivo quebranto de amor perdido. Del día a la noche, de arriba hacia abajo, de la multitud solar a la soledad nocturna de dos. Así se cuela algo de la construcción hitchcockiana, citada por un hermoso verde Vértigo que ilumina a la pareja cuando entonan una canción sobre los sueños prontos a cumplirse. El potencial fracaso amoroso se anuncia desde el comienzo (las varias referencias a Casablanca sirven como ejemplo), y teniendo en cuenta la importancia cromática de la puesta en escena, que ambos se presenten de azul les impide complementarse. Los dos tienen sueños, metas, y acá es donde Chazelle se vuelve anti romántico (ahora sí en sentido superfluo): las relaciones amorosas también son relaciones de poder.

Y aunque la película se construye sobre el imaginario afrancesado que habita en Mia -y que finalmente ella logra habitar aunque esto le cueste el amor de su vida- decide dejarnos con Sebastian, su soledad y su idealismo de pensiones de mala muerte en New Orleans, abarrotadas de jazz, humo y fantasmas.