Juan Manuel de Rosas: el cine como intervención en la historia

  • Imagen

Juan Manuel de Rosas: el cine como intervención en la historia

30 Marzo 2013

Por Luciana Sousa l Dice el poeta alemán Heinrich Heine que “toda época, cuando recibe nuevas ideas, recibe también nuevos ojos, y ve inclusive muchas cosas nuevas en las viejas obras del espíritu”.

Algo similar es lo que ocurre entre 1968 y 1975, período de la historia argentina en el que proliferan las películas que recuperan figuras históricas y personajes literarios del siglo XIX; desde Martín Fierro (1968) de Leopoldo Torre Nilsson, hasta Los hijos de Fierro (1975 aunque no estrenada hasta 1983) de Fernando Solanas, pasando por Don Segundo Sombra (1969) de Manuel Antín, Santos Vega (1971) de Carlos Borcosque, Güemes: la tierra en armas (1971) de Leopoldo Torre Nilsson, Moreira (1973) de Leonardo Favio, Yo maté a Facundo (1974) de Hugo del Carril, y La vuelta de Martín Fierro (1974) de Enrique Dawi.

Una de ellas, Juan Manuel de Rosas, estrenada en 1972, fue dirigida por Manuel Antín, escrita por el historiador revisionista José María Rosa e interpretada por Rodolfo Bebán en el papel de Don Juan Manuel. El filme retrata 32 años de historia argentina, desde el casamiento del caudillo con Encarnación Ezcurra en 1813 hasta la victoria de la Vuelta de Obligado contra las fuerzas colonialistas anglofrancesas en 1845.

La película comienza con una carta que San Martín le escribe a Rosas; una “bendición” del libertador de la patria que espera “que el pueblo argentino recuerde” a Don Juan Manuel.
La caracterización de Rosas es bastante ingenua, en tanto es poco problemática: se trata de un líder noble, que confía en los enemigos que prontamente lo traicionarán, que atiende los mandatos de su esposa, Encarnación, y luego los de su hija Manuela, y que en un determinado momento se ve “desbordado” por la efervescencia del pueblo que él mismo alentó: “no quiero contenerlos, ni podría tampoco”, señala el Rosas de Antín.

El filme exacerba algunos diálogos, que no pueden sino leerse en el marco del contexto sociopolítico no ya del siglo XIX, sino del siglo XX y sus conflictos. En boca de Rosas se escuchan reflexiones como: “si los patrones no son los primeros en respetar la ley, las cosas van a andar mal para todos”; “la causa de nuestros infortunios es que los argentinos no somos dueños de nuestro país”; o “no basta con tener gobierno propio, también hay que ser independientes”.
El rol de Encarnación Ezcurra en el filme es casi central, apoya y “empuja” muchas de las decisiones del Restaurador. En ese sentido se orientan los diálogos:

Encarnación Ezcurra: ¿No habrá llegado el momento de ayudar a ese riojano Quiroga y a Manuel Dorrego a meterlos en vereda?

Juan Manuel de Rosas: Vos siempre politiquera, Encarnación. Eso hay que dejarlo a los doctores, nosotros somos gente de trabajo.

Encarnación Ezcurra: ¿La gente de trabajo debe estar fuera del país? Lo quieran o no, Dorrego va a ser gobierno.

O más adelante:

Juan Manuel de Rosas: ¿Qué será del país encarnación, si la fe de los pactos se destruye?

Encarnación Ezcurra: No, Juan Manuel, o el país somos nosotros, o son ellos.

La película introduce además algunas cuestiones muy interesantes, como la figura del traidor; el terror de “los de arriba” y el terror “de los de abajo”; la oposición entre la fiesta popular en el espacio público y la aristocracia unitaria letrada, representada en los salones; la explícita antinomia civilización y barbarie; y el rol de la prensa que llegaba de Montevideo.

Juan Manuel de Rosas finaliza con la batalla de Vuelta de Obligado y las fiestas en las calles vivando al Restaurador. El último tramo de la película se articula sobre la defensa de la soberanía popular y el discurso gira sobre la unidad: el pueblo vence porque está unido.

{youtube width="500" height="350"}x_Jt9M2XpNk{/youtube}

Contar el presente

Todo texto es una intervención en la historia, por eso la película de Antin, como el resto de las producciones de aquellos años, constituye uno de los aportes a la renovada discusión sobre el ser nacional, el panteón histórico y las fábulas de identidad, iniciada a principios del siglo, al calor de los festejos por el centenario, cuando Lugones y Rojas definen al Martín Fierro como poema épico nacional. Así se exalta lo local, afianzando un pacífico “crisol de razas” en el que se diluían diferencias y tensiones, raciales y sociales. En ese contexto, la ponderación de la figura del gaucho, actor social casi extinguido para 1910, resuelve diferencias que podían ser amenazantes para el poder liberal tradicional que venía gobernado el país.

La proliferación y el éxito de estas películas en la década del 60 postulan la necesidad de reabrir este debate, revisar el pasado para narrar una historia más auténtica. Incluso Borges, que siempre se opuso a esta decisión de adoptar al Martín Fierro como poema épico nacional, escribe en 1974 en el prólogo a una edición del Facundo que “si la hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor”.

¿Qué ha cambiado desde aquella discusión en 1910? ¿Por qué reabrir ese debate en la década del 60? Es lícito pensar que la irrupción del peronismo en la historia cambia por completo el paradigma del “ser nacional”. Como señala Borges en su ensayo Kafka y sus precursores (1951), una obra importante cambia no sólo la forma en que se producirán las próximas obras sino la concepción de obras anteriores. Algo de ello hay en la “relectura” de la obra de Rosas. Volver a contar la historia en ese contexto es una forma de contar el presente.