Javier Milanca, el poeta Xampurria

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Javier Milanca, el poeta Xampurria

11 Febrero 2017

Por Miguel Martínez Naón

La Champurria (o Xampurria) tal como la conciben los mapuches, es la mezcla, la heterogeneidad que los une desde un espacio de resistencia, una expresión máxima de rebeldía, aún de aquellos que no hablan el mapudungun, viven en las grandes urbes y también son mapuches reclamando su derecho a vivir en paz, en un país multicultural como Chile, castigado por las más feroces dictaduras.

Tal como lo expresa en el prólogo Machi Pinda: “Son tantos los seres que caminan sus palabras, lamuen, que una no puede sino recordar el barrio el Rahue, las calles polvorientas donde la infancia mapuche en la ciudad cobró existencia, y donde nuestros ngen porfiados, sobrevivientes, agredidos por generaciones, por un sistema político basado en el exterminio, fueron por nosotros, y los soñamos y los vimos y se nos encarnaron nuevamente en la costilla, en la boca, en la mirada y como siempre ha sido, nacer otra vez con fuerza y determinación, bailando en los destellos de la miseria y el despojo”

Cabe destacar que Javier por este libro obtuvo en 2016 el Premio Literario del Consejo de la Cultura, el mejor premio a la mejor obra publicada en 2016. Los invitamos a continuación a compartir algunos de sus relatos de este libro y uno inédito dedicado a Walter Perón, un constructor de casas de barro de San Martín de los Andes, muy amigo de Javier y pariente del General Juan Domingo Perón

Los peñi del ñireco

A los peñi del ñireco nadie los ve. Andan por la vida y por el puente cazando truchas y pescando mala suerte. Hasta Ceferino Namunkura pasa de largo; hasta el viejo cabrón que hace cuchillos en los kilómetros pasa de largo. No los ven tampoco esos alemancitos cabeza de pichí dueños de hosteles, ni esos italianos dueños de bares oscuros y ojos celestes, ni los chilenos entumidos en perpetua albañilería los ven. A los nietos de Kalfukura y de Saiweke, que viven bajo el puente Ñireco, tampoco los ve Julio Argentino Roca porque no puede matarlos dos veces. Sólo cuando el invierno viene sin esa bendición desgraciada de abrigarse con un sabroso vino en cartón, suenan las sirenas y todo el mundo puede verlos congelados de muerte en los noticiarios del día.

La María Pingüino

A mi última amiga la conocí en un bar de buena muerte cuyas paredes, y hasta los mismos clientes, parecían estarse cayendo a pedazos como si fueran las costras de un solitario planeta náufrago que empieza a calentarse. Se llamaba María Pingüino me dijo; tenía un perfil de pájaro inmensamente feliz y un aire de entre inmortal y perdida. Estaba tejiendo con devoción y entregada a un caldo inflamado de ají. Usted se parece a Luis Miguel me dijo. No quedó otra que reírme de su barroca ocurrencia y por supuesto se entendía que desde sus lentes viejos, empañados y sucios se podía ver cualquier cosa. Quiero ser feliz como usted, le dije. Sea como los Charros de Lumaco y se deja de weás, me dijo.

La María Pingüino II

Volví al bar con la desesperación de quien ve caer el último árbol del mundo. La noche estaba para decisiones firmes y con decisión fui por mi caña de blanco. Allí estaba otra vez la María Pingüino, inmóvil y de pie junto a una cazuela, resumidero de muchas muertes. Tejía una charlina disparatada. Al verme me dijo “Hola, don Luis Miguel” y como homenaje le canté “La incondicional” pero ella volvió absorta tras sus lentes tan sucios como los vitrales de una catedral llena de moscas. Nada podía conmoverla más allá de sus palillos. Luego de abrir la pendiente de mi garganta, le dije “por sus tejidos las conoceréis”. Me miro y sentenció “le voy a tejer zapatillas de casa”. Le respondí “¡no tengo casa, para qué quiero tener zapatillas!”. “Empiece por las zapatillas de casa”, me dijo, “no sea weón”, me dijo.

El maestro Paillanka

El maestro Paillanka se pone elegiaco y reflexivo en el mesón de los bares. Cuenta que los doctores le sacaron un riñón y la cicatriz quedó chueca, pero ni tanto, porque se parece al mapa de Chile. Al maestro Paillanka los milicos le cortaron un coco cuando estuvo detenido el 73; quedó en desequilibrio, pero funcionando en correcta hombría y buenos bríos. El maestro Paillanka sabe cuántas piedras caben en un metro cúbico de ripio (depende si están mojadas o secas), cuántas personas se alimentan con una cabeza de vaca (treinta y cinco, todos bien comidos y satisfechos) y cuántos curas han muerto por subirse a los campanarios (317 en total, bueno puede que alguno no haya muerto pero ha quedado bien desgraciado para siempre, que viene a ser más o menos lo mismo). El maestro Paillanka siempre tiene un ojo en la manguera y otro en la lienza, por eso dice que la vida es demasiado dura y triste para andar perdiendo el tiempo suicidándose.

El maestro Paillakura

El maestro Paillakura puede al mismo tiempo abrir y cerrar puertas, bajar y subir calzones, tapar toneles y destapar wáteres con la oportuna habilidad de su muleta de raulí bruto y taco de goma entachuelado. El maestro Paillakura cuenta que siendo pequeño cayó desde el techo de una lechería mientras pintaba junto a su padre. Cuando lo encontraron ya estaba de pie y aunque él asegura que cayó parado, dicen que en realidad se levantó muy rápido y que por eso se deschavetó las caderas y las entendederas para siempre. Pero a pesar de su andar cojo y de la tontera, se desenvuelve de lo más bien. Se ve que todo es cosa de acostumbrarse. El maestro Paillakura tuvo un buen camión aunque nunca pudo echarlo a andar. Se notaba de lejos que era buena máquina. El maestro Paillakura engendró 9 hijos, 23 nietos y 48 bisnietos, ninguno completó la escuela, pero saben decir permiso y gracias como es mandado. —¿Cómo yo? – dice el maestro Paillakura— No sé leer ni escribir y lo más bien que estoy vivo.

Soy Sara Concha de la vida

Soy Sara Concha de la vida y bailo la cueca para atrás como un camarón con vestidos. No zapateo, me meo en plena cueca. No me aguantan los bailarines, los rajuño, los muerdo. Robo las ofrendas de la iglesia y cuando se corta la luz le beso el paquete al Jesús de la agonía. Pajeo a los perros que andan en la calle, corto con yilet los gatos nuevos y si me apuran un poco, abro en dos las culebras por el hocico. No tengo hijos, tengo abortos. Masco la chicha y como pan con trapi. Soy Sara Concha de la vida y no me gusta que me saquen la madre.

El choike confundido

A Aurelio Lincoqueo los milicos le mostraron su foto con el presidente Allende, pero no era. Aunque con el peñi de la foto tenían de todo para ser iguales eran personas diferentes. Los milicos sin ojos, se embestiaban hiriendo sus carnes. Es que los winkas en cosas de winkas enredan todo. Ahora esos winkas, que años atrás habían quemado con ruka y todo a su bisabuelo y bisabuela, volvían años después porque los asesinos vuelven siempre. Claro, el de la foto tenía kupal de lonko y iuques tenía kupal de choike y todos sabían que los Lincoqueo purrucaban con orgulloso newen en los nguillatunes como hermosos pájaros azules. Y a pesar de ser distintos, cinco días después del golpe del 73, los mataron iguales.

(Winka: Invasor Kupal: Linaje familiar Choike: Ave sagrada. Ñandú Purrucaban: Bailaban Newen: Fuerza espiritual Nguillatunes: Ceremonias)


A PERÓN NUNCA LE GUSTARON LOS REDONDOS (Texto inédito)

A Perón le gusta el fernet en vaso grande de plástico cortado y no en vasos pequeños porque es como repartir sarpullidos de egoístas y yo lo banco. A Perón le gusta amasar tierra y va donde está la tierra, la junta con agua y de sus manos brotan casas espigadas y firmes que se llenarán de nidos de pájaros o de fantasmas buenos que invocarán los tranquilos sueños a quienes duerman entre sus lodos esculpidos a mano de orfebrería. Perón hace casas de barro con rabia a veces y a ratos cantando y a él le da risa porque sin quererlo se va pareciendo a un Hornero del monte y por eso se pone a silbar cántigas antiguas en los puentes colgantes para imaginar cómo será la próxima casa que la tierra barrosa levante, o aquella que el sol vea arrimarse hacia el este o se deje cachetear por la lluvia adorable o se sonroje con esos vientos que traen los mensajes de los muertos insepultos. A veces las casas preguntan por Perón, y dicen desde sus ventanas si lo han visto pero él ya se fue a buscar otros barros en otras partes y yo lo banco. A Perón, a Walter Perón, y en esto no existen remilgos ni piedras intrusas, no le gustan los Redonditos de Ricota y cuando los escucha toma sus manos de adobe y cambia la música, apaga la tele, sale puteando y hasta el barro se le enreda un poco en la cabeza, pero igual se aprende las canciones del Indio en guitarra y yo lo banco.