Para volver al periodismo político

Para volver al periodismo político

25 Marzo 2016

En mayo de 1842, en la Gaceta Renana, Marx publicó un ensayo sobre la libertad de prensa en el que afirmaba que la subsistencia del escritor no debiera provenir de su escritura, pues no debe considerar el trabajo como un “medio”, sino como un “fin en sí”. La principal libertad de la prensa consiste en no ser un oficio. La opinión de Marx no debería sorprendernos —aunque pondría el grito en el cielo de los gremios de prensa—, porque al fin y al cabo se cansó de enseñarnos que las condiciones materiales determinan la conciencia. Hoy día ya nadie cuestiona que el periodismo es un trabajo y que, como tal, debe ser remunerado. La pretensión de Marx no está vigente; sin embargo sigue vigente su advertencia: ¿qué efectos sobre nuestras opiniones reviste cobrar un salario?

Cuando el kirchnerismo fue afianzándose en el poder, descubrió que había otro poder que lo limitaba: la prensa. Descubrió, además, que ese otro poder era de facto y se proyectaba sobre el resto de los poderes democráticos como una amenaza. Supo que sin enfrentar ese poder, el del gobierno surgido del voto popular estaría condicionado. Varias medidas se tomaron para dar esa pelea, entre las cuales la Ley de Servicios Audiovisuales fue protagonista. A la par se tramó el llamado “periodismo militante”. La hipótesis sobre la que se fundaba no estaba mal y demostró efectividad en muchísimas ocasiones, pero llevaba consigo el germen de su impotencia. Veamos. Partía del diagnóstico de que no había periodistas independientes, sino que todos, de algún u otro modo, respondían a una jefatura política. En el caso de Clarín, los periodistas del grupo no eran más que voceros de Héctor Magnetto, que a su vez era empleado de los poderes transnacionales del capitalismo universal. Bajo esta premisa, el periodismo militante decía: “dime en qué medio escribes y te diré qué piensas”.

Este ejercicio constante de desenmascarar el lugar de enunciación terminó por relativizar lo que el periodista pudiera decir; bastaba con saber dónde trabajaba. Las consecuencias de este ejercicio de desenmascaramiento terminó por pulverizar la idea de objetividad —pulverización necesaria en una sociedad mal acostumbrada a creer en todo lo que la prensa decía, pero llevándola al sitio donde todo lo que se dice es mentira—. Se sustituyó una idea de objetivismo ingenuo por una idea de relativismo situacional: el lugar de residencia del periodista determina su consciencia.

Llegamos a una situación en que ya no existían los hechos, pero tampoco las interpretaciones. Todo era una operación del medio de prensa. Así, un día cualquiera de la Argentina, uno se levantaba y leía dos periódicos de signo político distinto y frente a un mismo hecho, supongamos, la muerte de un fiscal: uno decía que lo mató la presidenta; otro, que lo mató Magnetto. Además de que la descripción de los hechos difería en absoluto. El lector ya no tenía posibilidad de recomponer una descripción más o menos certera de los hechos políticos. Asistimos a una suerte de pulverización de la realidad.

Poco a poco, esta perspectiva militante fue mostrando indicios de agotamiento, sobre todo, para los propios miembros de la comunidad interpelada por esa militancia, ávida también de informarse sin tanta adjetivación. La hipótesis con la que nació el periodismo militante —insistamos en esto— no es equivocada: no hay periodismo independiente y nadie dice nada sin observancia del lugar donde lo dice. Muy bien. Hasta acá muy bien. Esto es una lectura foucaultiana del periodismo: hay lógicas de poder que lo organizan. Pero el poder último del periodismo no radica en desenmascarar su interés velado, sino en lograr el velo. Es decir, en que el lector o el televidente perciban que lo que el periodista dice es verosímil. Un público no se sostiene sobre la base de que todo lo que se dice es mentira. O dicho en términos míticos: el pueblo quiere creer.

De acá que la idea de un periodismo militante atenta, en primer lugar, contra la propia militancia, pues disuelve la fuente de donde emana su fuerza. Es como si los actores del teatro, en el clímax de la obra, renunciaran a sus personajes, se quitaran las máscaras y fueran a secar las lágrimas del público, advirtiéndole de que todo se trataba de una mera representación. El periodismo también cuenta con su artificio, y renunciar a él bajo la presunción de que es inauténtico es renunciar a su eficacia. Para persuadir es indispensable vencer las defensas del público y lograr ingresar un punto de vista que florezca en el corazón del otro. Pues bien. Presentarse como militante lo primero que provoca es que el otro refuerce sus defensas. Nadie se deja persuadir fácilmente por alguien que lleva colgado el cartel de “persuasor”. Un militante con mayor vocación de poder, quizá, buscaría solapar su tendencia, no para disminuirla o negarla, sino para hacerla eficaz. Eso alguna vez lo advirtieron los panelistas de 678, que rechazaron ser llamados “periodistas K”, viéndose demasiado descubiertos y expuestos a la refutación fácil.

El segundo inconveniente en concebir un periodismo militante es que compone mal su diagnóstico: no estamos en guerra. Hace tiempo que en Argentina la guerra adquirió las formas de la política. La distinción es indispensable, pues no es que debemos dejar de concebir el mundo político como conflicto, solo que ese conflicto se dirime cotidianamente bajo procedimientos que no son literalmente bélicos. Ajustar las palabras a las cosas ahora es oportuno, porque refiere comprender mejor las cosas. Sabemos bien que “militante” se trata de una metáfora, pero la forma que tenemos de metaforizar las cosas es también la forma que tenemos de concebirlas. Si uno es un periodista militante está en una guerra, si está en una guerra hay dos ejércitos; si hay dos ejércitos uno es enemigo, etc. Esto no sucede así en la política, donde las fuerzas reales se mueven de manera más compleja; donde el campo de batalla, si se lo quiere llamar así, es más impreciso: los bandos no son solo dos y los aliados pueden ser nuestros enemigos más íntimos.

El tercer inconveniente es que si la idea de militancia se expandiera a todos los oficios y profesiones, y llegáramos a una situación en la que toda la sociedad por entero se presenta bajo la forma de un enorme ejército, no cabría más que desear que ese ejército se disuelva. Ese intento de disolución fue lo que encontramos (también) en las urnas de las presidenciales de 2015. La idea de militancia se había constituido en un problema porque, creado como instrumento de construcción hegemónica, se volvía un obstáculo para la misma.

Los motivos por los cuales un periodista quiera llamarse “militante” pueden ser bien intencionados: las consecuencias son desastrosas. Si la guerra adquirió las formas de la política, no veo otra forma mejor de llamar al periodismo que “periodismo político”. Ya es un ajuste en la lengua que va creando una situación más promisoria. A los fines de realizar lo que el periodismo militante proponía —fines en los que estoy absolutamente de acuerdo— conviene que el periodismo se quite el lastre militar que empaña la profesión y recupere —ahora que los tiempos vuelven a ser largos— aquel nombre más eficaz, incisivo y potente.

RELAMPAGOS. Ensayos crónicos para un instante de peligro. Selección y producción de textos Negra Mala Testa y La bola sin Manija. Para la APU. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs)