Ficciones: Mientras tanto Juan subía, de Boris Katunaric

Ficciones: Mientras tanto Juan subía, de Boris Katunaric

12 Diciembre 2015

Por Boris Katunaric

“…mientras el cigarrillo consume esos dos tiempos que no te pertenecen: la vida transitada y todas las otras vidas por transitar”

Alberto Vanasco

A Jota y Gabi por la literatura.

El cadáver

Serán las nueve y media de la mañana y el cadáver será encontrado. Habrá sido descuartizado por una especie de carnicero enfermo, algunos pedazos estarán convirtiéndose, en ese mismo momento, en la mierda de los perros dentro de sus intestinos. Será el cuerpo de tu hermana el que encuentren; violado y despedazado, con la cara irreconocible gracias al martillo aún caliente que estará tirado a los pies de la cama y los perros rodeándolo como buitres.

El cuerpo de tu hermana será visto por los policías y peritos reglamentarios de la Comisaría Segunda y empezarán inútiles averiguaciones de rutina. Nadie estará en la casa, ni Ángela ni Roberto, ni vos, porque de madrugada estarás en el call center en el que atendés el sevicio de luz de una ciudad lejana y hacés, durante casi toda la noche, prácticamente el trabajo que corresponde al portal de noticias mientras que en los tiempo no muertos harás lo que corresponde a tu horario de trabajo.

El cadáver, brutalmente esparcido por la habitación, no contará con un orden del todo ilógico si bien para el inspector no esté tan claro; las piernas sobre la mesa de luz, colgando; el torso, incluida la pelvis, sobre la cama aún tendida y embadurnada con el tinte de su sangre goteando lentamente hasta el piso; los brazos al pie de la biblioteca, uno en cada dirección y la cabeza, parada, sobre el escritorio que alberga una radio encendida, sintonizada en una frecuencia de AM (la misma en la que vos trabajás por la tarde) y el monitor de la computadora. Esta estará apagada, el inspector sospechará que la habrá apagado el asesino y, si es que lo dice en voz alta, dirá que la enciendan para ver el historial.

—Enciéndanla para ver el historial.

Nada sospechoso, páginas de editoriales, videos de Gabo Ferro, un tráiler de una película de un director que vos no conocés pero que tu hermana habrá visto solo por una curiosidad aparentemente frustrada. Ni un archivo que denote una presencia extraña a lo cotidiano.

Cuando llegues Roberto, si es que él ha llegado, te contará los pormenores (bastante superficiales, valga el oxímoron) del caso: el cadáver de tu hermana fue encontrado por un trabajador de la parte de desinfección que acude cada quince días al edificio, habrá encontrado la puerta, si bien entornada, notablemente abierta, habrá asomado la cabeza preguntando si había alguien y, dando unos pasos más de puro chusma, desde el pasillo de entrada verá la puerta de la habitación de tu hermana y esta estará abierta y la sangre correrá por el piso y, cuando se acerque un poco más, verá los perros mordisqueando lo que antes fue un cuerpo lleno de una vida de sumisión.

El inspector será el encargado de entrevistarlos y, por las averiguaciones que hará, sabrá que estabas trabajando en ese momento, sabrá que Roberto habrá estado de guardia en el hospital (en su rol de empleado de seguridad) y que Ángela habrá estado en San Pedro por una excepcional virtud que tiene para rajarse durante los fines de semana a cualquier parte de la provincia.

En el interrogatorio que conducirá el inspector estarán los cuatro, Roberto como marido de la víctima, vos como hermano y principal damnificado, Ángela como socia de la galería de arte de la que ahora, de hecho, se ha convertido en única propietaria y el inspector, en el papel de sí mismo.

Estarán solos en la mesa de la cocina. Roberto te convidará un cigarrillo, lo encenderás y en ese momento comenzarás un tránsito oscuro. El inspector preguntará cosas que ya estarán casi respondidas sin necesidad de preguntar, dónde estuvieron, con quién estaban, qué hacían, cuándo vieron a la víctima por última vez, etcétera. El inspector, en su empecinado oficio de preguntador de cosas inútiles, te elegirá para responder casi todo, solo por el hecho de tu tono grave y amable de voz, la misma (acaso un poco más entrecortada) que se escucha por los parlantes de la radio sintonizada en AM por la tarde.

En ese trayecto se acercará la vecina del departamento de enfrente, ella tendrá unos cuarenta y cinco años, muy bien llevados por cierto, y recordarás que de niño la espiabas cuando salía por el pasillo a tirar la basura. Dirá que no escuchó gritos pero sí algunos pasos y “ruiditos”. Dirá que le llamó la atención, que no era algo habitual que en tu departamento, un día de semana y de madrugada, se escucharan sonidos que no fueran voces, risas y algún choque de vasos felices brindando por algo que para ella siempre será incierto. Vos dirás que siempre se brinda por algo incierto.

—Siempre se brinda por algo incierto, sea por algo que ocurrirá en un futuro que no conocemos, en un pasado que mal interpretamos o  en un presente caótico y embrutecido por la borrachera.

Contrataque

Lloverá esa tarde en que avisarás a la radio que no irás por problemas familiares, alguien te gritará algo sobre tu irresponsabilidad y, con algo de contundencia, responderás que descuartizaron a tu hermana.

—Descuartizaron a mi hermana.

La voz al otro lado del teléfono pedirá disculpas y vos entenderás que ya no hay más que decir, la persona seguirá diciéndote lo apenado que se siente y que qué horror, que cómo puede ser que pasen estas cosas en este país de mierda y vos dejarás que diga lo que quiera mientras acercás lentamente el tubo del teléfono al mismo y la voz se irá alejando en un fade out perfecto hasta que se escuche un hermoso y relajante clic.

La lluvia habrá inundado la ciudad durante toda esa semana y estarás harto de ver los vidrios empañados y enchastrados por el agua de una especie de Jackson Pollock de la naturaleza.

En eso llegará Nazarena con el agua por las rodillas y, con las llaves que vos le diste, abrirá la puerta del hall del edificio y subirá los nueve pisos por las escaleras ya que no funciona la fase de los ascensores… ni la del agua. Golpeará y vos abrirás, solo un poco, la puerta, soltarás el picaporte y dejarás que entre sola mientras vos volvés hacia la cocina.

Ella querrá abrazarte. Te abrazará y empezará a decirte cosas con la voz quebrada por la inminencia del llanto que vos tanto conocés y detestás. Te dirá que no te quedes en este departamento, que te vayas con ella a su casa en Avellaneda durante estos días. Dirás que si y sabrás que es mentira. Nazarena también sabrá que es mentira pero respetará tu decisión y no volverá a tocar el tema aunque sí a llorar y a maldecir a quien haya matado a tu hermana tan brutalmente.

Un poco más de lluvia.

Habrán pasado tres días sin novedades, estarás turbado y somnoliento casi todo el tiempo. Estarás abombado y desorientado. Dormirás toda la tarde en el sillón de la sala, vestido, tapado con una manta vieja mientras la lluvia, que aún no ha cesado, resuena en tus sueños deformes, demasiado estúpidos éstos para el momento de angustia que estás viviendo (sentirás algo de culpa por esos sueños) y te despertarás y será de noche y dirás lo que decís siempre al despertar de cada maratón de sueños pelotudos.

—Qué maratón de sueños pelotudos, dios mío.

Y ahí estará Nazarena mirándote, enamorada del mito que ella creó y que tiene tu forma, tu voz, tus ojos. Encenderás un cigarrillo y te sentarás en la mesa frente a ella y te acariciará la mejilla y hablará suavemente mientras toma su té.

—Deberíamos irnos a vivir juntos.
—Podríamos ir a vivir a Avellaneda y poner en alquiler este departamento
—Si fuéramos a vivir a la casa de mis viejos podrías dejar el call center, casi que vivirías de rentas, como los buenos burgueses, porque con lo que te pagan en la radio…
—Tendríamos más tiempo para estar juntos.
—Podrías escribir durante el día y a la noche estar conmigo, con lo que te extraño de madrugada.

Estas líneas no serán un intercalado de alocuciones entre Nazarena y vos, más bien será ella la que hable y complete cada idea enunciada con su propio deseo en voz alta.

Exclamación de olvido

A la mañana siguiente vendrá el inspector y querrá hablar con vos. Te citará para ver la declaración de una testigo que no podía ser otra que la vecina del edificio de enfrente. Dirá saber quién asesinó a tu hermana y estará más que segura. Escucharás todo lo que dice el inspector respetuosamente pero se notará que nada de lo que sale de su boca te importa en lo más mínimo, lo cual llenará de una vaga sospecha al inspector que tan cortésmente vino a comunicarte las buenas nuevas. De todas maneras ya está muerta, pensarás y el inspector notará tu pensamiento por esas cosas que tienen tus ojos al mirarlo.

Cuando termines de hablar con el inspector o, más bien, cuando él termine de hablarte, empezarás a olvidar a tu hermana. Empezarás perder esa capacidad de la memoria que siempre tuviste, ya no recordarás sus ojos, te faltará el color del pelo, no recordarás cómo inclinabas la cabeza para mirarla, si para arriba o para abajo, o si en realidad no la inclinabas, se te irá del cráneo la fecha de su cumpleaños, su edad y a qué jugaban de chicos y por qué cosas peleaban ¿habrá sido por quién tenía mejores juguetes? ¿O porque se pegaban? ¿Quién le pegaba a quién? y las facciones de su cara se deformarán como una plastilina cerca del fuego al igual que su cuerpo, se irá desvaneciendo todo de ella y será aún más crítico y fatal (más para vos que siempre te empeñaste en desmitificar que lo primero que se olvida de los muertos es la voz) el zigzag enfermo y lento de su voz que se irá apagando, marchará al olvido póstumo y te avergonzará que no te quede nada de lo que fue ese ser que ahora tampoco tiene nombre ni parentesco y que es solo la presencia de una ausencia, una sensación. Hasta que por fin entenderás que los muertos tienen entidad de muertos porque son recordados y pensados como muertos y que eso que ya no tiene nombre y que está ausente ya no es un muerto, no habrá muerto y no ha muerto. Tu hermana no estará muerta nunca más.

Final del ejercicio

Cuando veas la cara de tu supervisor del call center te darás cuenta que estás dando saltos sobre el mismo lugar y con los ojos que se te van para arriba sintiendo la inminencia del brote psicótico. Sabrás que tu hermana no fue descuartizada si no que todavía son las seis de la mañana y que estará durmiendo apaciblemente en su cama y que aún faltan unas horas para que salgas del trabajo y sabrás que estás atendiendo a la gente que está inundada en la ciudad y te piden por favor que hagas algo y vos sabrás que, a pesar de la situación alarmante, no hay más cuadrillas que las de todos los días, que son pocas y que no hacen nada. Sabrás por los llamados que hay postes caídos, chispazos que están a punto de incendiar ventanas, ciegos que temen por que su lazarillo esté en peligro, abuelos postrados con respiradores artificiales sin funcionar por la falta de luz.

En un momento dado tu supervisor estará preocupándose por las incoherencias que estás diciendo y te sacará la vincha, casi paternalmente, mientras escucha tus palabras de un fascismo inaudito en tu boca (aunque no en la de él) y te querrá hacer sentar en una silla lejos de tu box pero se verá impedido porque no dejarás de dar esos saltitos cortos y rítmicos como en un recital en que se está tocando un gran hit y, si es que todavía te queda coherencia para escucharte a vos mismo, tu voz resonará en todo el edificio como la de un nazi desquiciado que dirá que quiere ser el nuevo Nerón de Amé-rica y bombardear la ciudad con napalm.

—Quiero ser el nuevo Nerón de América y bombardear la ciudad con napalm.

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